Todo en ella era un
anacronismo. Su ropa pesada, los escotes cerrados, cuellos y mangas con
volados, siempre demasiado abrigada y con su mano sobre la garganta como escudo
protector contra las inclemencias del viento o de la vida. Rosa vivió con su
mamá espantando novios serios y de los otros. El viejo se fue joven dejándolas
con una pensión miserable y una casita precaria de un plan de viviendas
municipal, que jamás podrán escriturar porque al intendente de turno se le
olvidó chequear el pequeño detalle de verificar a quienes pertenecían en
verdad, las tierras usadas para "solucionar el déficit habitacional de
nuestro pueblo".
No era fea, al contrario.
Tenía hermosos ojos verdes y una mirada aguda y penetrante de esas que te sacan
una instantánea inmediata de quién eres y de que vas. Era rápida para catalogar
a las personas. Su hermosa naricita husmeaba enseguida las intenciones
varoniles y sus finas manos abanicaban pretendientes como alejando insectos.
Rosa trabajaba en un estudio de abogados que se acostumbraron a su fría
eficiencia y a la incógnita de sus gustos y preferencias. Hablaba poco,
trabajaba mucho.
Cuando mamá, como ella la
mencionaba, se fue, entró a la habitación que compartían habida cuenta del
espacio insuficiente, se sentó en el borde de la vieja cama matrimonial y
mirándose en el espejo de la cómoda, lloró larga y desesperadamente.
En el pueblo todos la
querían. Además, era una fuente inagotable para el chusmerío de pago chico para
quien resultaba un festival inagotable de especulaciones; sarcásticas de las
mujeres y procaces inevitablemente, de los varones.
Alfredo era el jefe de
correos y uno de los dos empleados de la oficina. Nadie quería venir a tan
deprimente lugar por lo que se encontraba resignado a terminar sus días allí
esperando la jubilación sin aumentos ni premio alguno. Sólo la promesa de una
asignación miserable más un rápido olvido con destino de huerta en el fondo del
terrenito y la caña para pescar en el muelle cuando cuadre.
Siempre iban y venían los
mismos pues como en todo lugar pequeño, "somos pocos y nos conocemos
mucho". Por eso se sorprendió cuando un día de invierno Rosa entró a la
destartalada oficina sonriéndole al tiempo de pedirle una casilla de correo en
alquiler.
Alfredo casi se desmaya del
desconcierto. ¿A quién se le ocurre en
estos tiempos alquilar una casilla?
Desde el advenimiento de
Internet el correo mismo era pieza de museo. Un viejo rito apenas necesario
pero en franca extinción. Pero eso no era todo. ¡Llevaba cartas en la mano! Con
sobres delicadamente estampados en color
pastel
- ¿Las envía por correo simple, Rosa? - . Pregunto
confuso.
-No, Gracias. Quiero
ponerlas en la casilla- Le dijo pícara e
inesperadamente ruborizada.
El jefe no entendía nada.
¿Para qué poner cartas en una casilla de correo? ¿Quién manda cartas hoy en
día? Me parece que Rosita se chaló por completo se dijo a sí mismo.
Comenzó así una rutina
semanal ineludible. Rosa llevaba cartas, las colocaba en la casilla y se iba.
Un completo misterio que volvía loco al viejo que no aguantaba la intriga.
Todo empeoró cuando notó que
luego de dejar sus cartas, la mujer retiraba otras que no eran las que
anteriormente depositara. Estas eran comunes, blancas y de sobre alargado.
Olían a colonia de hombre, muy fuerte para su gusto. Le recordaba aquella que
su propio padre se ponía antes de ir a trabajar. Una colonia de botellita
blanca con un velero filigranado en azul y tapita roja a presión.
Ahora sí que le quemaban las
entrañas. ¿Qué está pasando aquí?
Llamó a Pedro, el único
subordinado para que controle y le informe sobre la correspondencia llegada a
nombre de Rosa Sánchez Catellani (Tal el nombre completo de Rosita, como la
llamaban en el pueblo)
No tardó mucho la respuesta.
Pedro lo miró enarcando una ceja, cómo dudando de la cordura del viejo
funcionario.
- Ud. sabe que llegan dos o
tres carta nomás por día Don Alfredo y
que yo sepa - agregó - Nunca vino nada a nombre de ella.
Los ojitos achinados del
empleado estatal miraron al vacío mientras su mano acariciaba el mentón.
¿Pero qué carajos sucede
acá? ¿Será posible que esta mujercita amargada se divierta a mis costillas?
Ella nunca fue de esas. No tiene ese carácter. Algo huele mal en todo esto.
Pasó el tiempo y las cartas entraban y salían
de la casilla. Alfredo la miraba como a la caja de un mago sin entender de
donde había salido el conejo.
Un día cuando la vio entrar
casi que saltó del mostrador para aparearse a la mujer que se sobresaltó por lo
inusitado del movimiento.
- Disculpe Rosa, tuvimos
problemas con las llaves de las casillas, le mintió. ¿Me permite acompañarla
para verificar que la suya no tiene problemas?
Asombrada, Rosa se limitó a
asentir al tiempo que caminaban juntos hasta el rincón donde una especie de
gigantesco armario lleno de panzas de canguro, albergaba a las famosas cajas de
antaño.
Las delgadas manos blancas
abrieron con su llave y no había terminado el movimiento cuando brusco, Alfredo
la apartó mirando el fondo de la pequeña abertura. Allí se acumulaban tres
sobres blancos alargados, fuertemente aromatizados. Se rascó la cabeza, golpeó
el metal mirando a la dama que ahora divertida, esperaba pacientemente que
cesara su rapto de furia. Sin contestarle. Él hizo un gesto de fastidio y
desdén con las manos alejándose rumbo a sus paquetes y encomiendas, escondiéndose
entre sellos de goma y telegramas viejos, chequeando papeles arrugados,
frustrado a morir, sintiéndose objeto de una burla cruel que no merecía.
Justo yo pensaba, que
siempre le doy el saludo a todos sin que nadie me lo devuelva. Yo que les
escribo los telegramas en verano cuando los obligan a renunciar antes del fin
de la temporada. Justo a mí, mierda, ¿Qué le hice para joderme la vida de esta
manera?
Nunca más le dirigió la
mirada, la sentía entrar con el invariable "Buen día Don Alfredo" al
que respondía con un gruñido.
Pero una mañana de Agosto
(Siempre las peores cosas ocurren en agosto) algo le apretó el pecho. Temiendo
un infarto, comenzó a transpirar y estaba a punto de llamar a la ambulancia
cuando escuchó el impacto seco, seguido de una especie de globo desinflándose.
El tiempo es un viento helado que se detiene para estallar en un grito.
¡Noooooo! dijo alguien. Salió disparado a la puerta del edificio justo para ver
las cartas como avioncitos de papel surcando el aire. Fascinado las siguió un
instante hasta reaccionar mirando al suelo. Allí estaba lo que quedaba de Rosa.
Una muñeca en ropa pasada de moda totalmente destrozada bajo las ruedas del
camión de la maderera "El Polaco".
El reguero de sangre hasta
el cordón derramándose por la alcantarilla. La desesperación, los insultos, el
¡No la vi! ¡Cruzó de golpe! Las frases de ocasión, los curiosos que uno nunca
sabe cómo y de donde aparecen, tantos y tan rápido. La brisa repentina
llevándose las almas, la mezcla de olor a sangre, perfume y dolor. La indescriptible
sensación de asistir a una tragedia.
Volteó sobre sí mismo
vomitando junto al bicicletero para los clientes. Lloró igual que Rosa el día
en que murió su madre. Lo demás fue alimento para las fieras de conventillo,
periódicos locales, las disparatadas opiniones de los vecinos en el programa
popular de las mañanas de la radio, el grotesco sin fin.
Esa noche fue de tormenta
huracanada con voladura de techos. Se sentía vacío. Le arrebataron la intriga,
el misterio y el aroma de una mujer sin suerte en la vida. Tomó del pico,
costumbre que en general le repugnaba. Golpeó la mesa, prendió un cigarrillo,
esperó junto al teléfono, lo tomó casi antes de sonar. Lo estaba esperando.
Las luces del amanecer
alumbraban las negras columnas de humo surgidas del lugar en donde trabajó
durante cuarenta años. No quedó nada del
viejo edificio de correos, uno de los primeros construidos en la Ciudad,
recientemente declarado "Patrimonio Histórico" circunstancia
mencionada en un cartel ahora chamuscado como la cara del intendente aún
sonriente pero con los dientes negros.
En el hueco entre los
escombros por supuesto, sobresalía el viejo armario que contenía las casillas
de correo. Todas deformadas por el calor menos una. Desoyó las advertencias e
insultos de los bomberos que aún trabajaban en el lugar.
La casilla estaba abierta e
intacta. En su interior, una rosa adornada con gotas en todo su contorno y
esplendor. Acarició suavemente uno de sus pétalos y rozó una de las delicadas
gotas. Tenían gusto a sal y olor a colonia de hombre. Fuerte, como la que usaba
su papá,