miércoles, 22 de noviembre de 2017

PAULA Y MARIO

“Paula: Espero que estas canciones te hagan sentir lo mismo que a mí. ¡Feliz Cumpleaños! -  Mario -  25/10/74”

La dedicatoria cursi y la fecha me atraparon. Colecciono discos viejos y los busco en ferias y tiendas de antigüedades. En eso estaba, como tantos domingos perdidos, cuando revisando una batea vi la tapa de un vinilo de rock progresivo bastante difícil de encontrar en buen estado. Al voltearlo, vi la escritura pequeña y desprolija escrita en birome azul sobre el ángulo superior derecho. Acerqué el Long Play hasta mis ojos para verla detenidamente. Pensé en ella como la cerradura de un cofre. En su interior, la historia de Paula y Mario.
Seguramente, todo comenzó en cuarto o quinto año del colegio secundario. Mario pensando estrategias y caminando lento por las cuadras de su barrio para encontrarse “casualmente” con Paula, cuando ella retornaba del colegio o salía de sus clases de inglés.
Con el pretexto de conseguir chicas, convenció a sus amigos para ir a los boliches de Ramos Mejía a los que ella iba con sus compañeras de división. Generalmente era “For Export”, a veces “Pinar de Rocha” o “Crash”, siempre en el horario de matinée, de 18 a 23 hs. único en el cual podían entrar los menores de edad. No encajaban en la tribu y siempre tenían miedo de no pasar el control de la entrada. Una vez logrado el objetivo, Paula lo trataba como si no lo conociera. La miraba bailar en la pista o charlar con sus compañeras en la barra, con el pecho a punto de estallar de tanta impotencia. Alguna vez, en un intento de darle celos, sacó a bailar a una chica que estaba sentada en las gradas cercanas a la pista principal. La niña bajaba cuidadosamente con sus finos tacos y su corto vestido negro hasta que ocurrió lo peor, resbaló y cayó haciendo “patito” con el traste por todos y cada uno de los escalones restantes hasta la muchedumbre que se apretujaba bajo las luces estroboscópicas.
Lo peor, es que él siguió de largo sin darse vuelta y detenerse a auxiliarla, salió por el otro extremo, pasó a buscar a sus amigos y se fue del boliche rojo como un tomate. Jamás se perdonó pese al paso de los años, su cobardía con la niña en cuestión como así también, su sempiterna mala suerte.
Todos los planes fallaban. Cada fin de semana pasaba la noche haciendo la plancha como vulgarmente se decía, mientras la veía bailar con otros sin dirigirle la mirada. Apenas un saludo desganado y al pasar, si la encontraba en el guardarropa. Aun así, no dejaba de elucubrar ridículos e intrincados planes.
La mamá de Paula, casada con un corredor de vinos finos, se dedicaba a la venta de cosméticos por catálogo. Organizaba reuniones en casa con señoras de buen pasar con quienes bailaba el minué de competencias en torno a la brillantez de los hijos de cada una. Obsesiva y calculadora, seleccionaba las amistades de la niña, vigilaba sus horarios y compañías, mientras se ocupaba con sonrisa gélida y modales dignos de un diplomático ruso, de espantar a los jóvenes galanes que revoloteaban cerca de su hija al compás de sus hormonas. Mario, era uno de ellos.
Tal vez por rebeldía adolescente, asomarse levemente a lo prohibido o de una vez por todas, sacárselo de encima, Paula aceptó salir con Mario, con la condición de ocultar su noviazgo y encontrarse lejos de los lugares que familiares y amigos solían frecuentar. Sin disimulo alguno, lo escondía. No quería que la vieran con él.
Las cosas avanzaban a su ritmo. Manejaba los ardores de Mario a su antojo. Ambos eran vírgenes. Le permitió recorrer su cuerpo, segura de poder manejar la situación. Descubrió no sin sorpresa, que su novio besaba bien (tomando en cuenta los dichos de sus compañeras de colegio, supuestamente más experimentadas.) y que era bastante mano larga. Luego de varias salidas y caricias ardientes en plena calle ante los silbidos de la gente y bocinazos con groserías incluidas de los automovilistas, Mario se las arregló para llevarla a su casa con el pretexto de estudiar, ante la mirada orgullosa de su padre y el ceño fruncido de su madre. No le gustaba esa chica, no era para su hijo.
En la pieza decorada con posters de grupos de rock, exploraron sus cuerpos llegando al límite de la penetración. Paula, desnuda en la pequeña cama de una plaza, entró en pánico. Aferró con fuerza las inquietas manos de Mario y mirándolo directo a los ojos le dijo con voz entrecortada: “No, vos no.”
El muchacho, rojo de vergüenza y de excitación, intentó calmarla mientras le decía lo mucho que la amaba, pero fue en vano. Se vistieron en silencio. Paula lo besó en la mejilla y le rogó que no la acompañe. La vio irse con la cabeza erguida y los ojos llenos de lágrimas. Era delgada, alta y muy bonita. Esperó en vano que volteara a mirarlo por última vez. 
Terminaron el secundario. Mario ingresó a la facultad, pero no le fue bien. Rindió unas pocas materias y abandonó para buscar trabajo pues en casa necesitaban ayuda. Familia de clase media, todo era cuesta arriba. Paula, por el contrario, se recibió con honores mientras salía con un compañero de cursada, hijo de un empresario textil dueño de una mansión en zona norte y un velero. Sus padres, cambiaron una mirada cómplice y feliz cuando el joven heredero les solicitó permiso para enseñarle a navegar a su hija y de paso, dormir en la casa familiar los fines de semana. Era un sueño cumplido.
Con esfuerzo, Mario compró una camioneta para hacer reparto. Le fue bien, compró otra, luego un camión y al poco tiempo, era dueño de una empresa de transporte. Se casó con la hermana de uno de sus choferes, un ángel siempre sonriente y optimista que le dio tres hijos, dos varones y una nena. Mario la adoraba. Aún después de tantos años de casados, la perseguía por la casa para hacerle el amor cuando estaban solos. Ella gritaba entre risas “¡Dejáme!” “¡No me hagas cosquillas!” y él le pedía que no haga tanto ruido y ella se reía más fuerte, mientras su ropa era esparcida por todos los rincones de la casa.  Les gustaba salir a cenar, ir al cine y al teatro; siempre se los veía tomados de la mano.
Paula tuvo dos hijos varones. Vivían en Europa y su vida se iluminaba al verlos en videos caseros que le enviaban por celular. Su marido la engañó religiosamente desde el primer minuto de su matrimonio, hasta que finalmente se fue a vivir con una artista plástica mucho más joven. Le ocultó empresas y propiedades a través de sociedades fantasmas y testaferros, dejándola apenas con un departamento de dos ambientes en microcentro y su actividad profesional. Tras el divorcio, solo salía con amigas y rechazaba de plano avances masculinos. “Tuve suficiente,” decía con un rictus de amargura. “Si otro hombre intenta llevarme a la cama, me encierro en el baño y me escondo en la bañera”, exageraba mientras el coro femenino estallaba en carcajadas y críticas al género masculino, culpable de todas sus desdichas.
A punto de cumplir los cincuenta, sufrió un cáncer que afrontó en soledad, pues sus padres ya habían fallecido y era hija única. Lejos del glamour juvenil, se consideraba una orgullosa sobreviviente. El paso de los años y la enfermedad dejaron huellas en su cuerpo, pero la fina belleza de su rostro permanecía inalterable. De Mario, solo se acordó el día en que vendió el disco con otras cosas, en un mercado de pulgas.
Mario, en cambio, nunca dejó de pensar en ella. La buscó durante años sin éxito en las redes sociales. Descubrió que Paula vivía en Capital de casualidad, al ver en los avisos clasificados un edicto notificando el cambio de titularidad de una empresa. Allí figuraba junto a su esposo. El corazón le dio un vuelco mientras leía nombres y apellidos una y otra vez. Sin saber por qué, en los últimos tiempos sintió temor por la salud de Paula, llegándose a preguntar si aún permanecería con vida.  Pese a querer con locura a su esposa, nunca le contó de su noviazgo juvenil y mucho menos, sus absurdas andanzas de detective amateur. El primer amor, siempre deja marcas indelebles en el alma.
Perdido en mis pensamientos, una voz ronca y desagradable me trajo bruscamente a la realidad preguntándome si iba a comprar o no, el disco de marras. Era un coleccionista. Raza febril y obsesiva que no dudaría ni un segundo en borrar la dedicatoria en aras de preservar la pulcritud de una edición de época. Inquieto y alterado, le asesté un “Sí”, áspero y cortante. Instintivamente abracé el viejo Long Play, llevándolo a mi pecho mientras pagaba por él, al hombre con la gastada remera de “AC/DC” y dientes amarillos que atendía el puesto. Sentí preocupación y miedo. “Unos minutos más y quién sabe…”
Me alejé de los puestos de la plaza lenta y cuidadosamente. Si en verdad existen distintos planos del tiempo, Paula y Mario, podrían cruzar sus vidas en todos y cada uno de ellos, con infinitos desenlaces. Debía ponerlos a salvo, lo mismo que a sus parejas, hijos, amigos o amantes. De alguna manera, alguien me otorgó la custodia de un pequeño fragmento del tapiz universal.
Yo era el guardián, el custodio designado de los días, la vida y los posibles destinos, de Paula y Mario.

martes, 7 de noviembre de 2017

MI VIEJO, EL CANILLITA.

Don Norberto Bregua, bajó con solo once años a la recientemente inaugurada Línea "C" de Subterráneos en 1934. Le dio un lugar para ganarse el mango esos seres anónimos que pueblan la historia porteña. Era un cajoncito con una tabla que pasaba por arriba de la banda de goma circulante de la escalera mecánica en el que se vendía chocolates "Noel".
Mi viejo venía del conventillo, perdió a su madre siendo muy chico y mi abuelo se casó con otra señora con hijos que no lo trataba para nada bien, ni a él, ni a su hermano menor. (El mayor se la rebuscaba con el padre en el camión) Su infancia fue un largo round. Su vida entera lo fue, en eso nos parecemos tanto...
Con el tiempo, el cajoncito pasó a vender diarios y revistas; nunca supe que pasó con la persona que lo ayudó. Conoció a mi vieja en carnavales, ella tenía 13 y él 18. Tengo por ahí esas fotos arcaicas que se pintaban para darle color, con los dos disfrazados para la ocasión. Hijos de inmigrantes, de vidas duras, de buscar el mango con esfuerzo y sin pedir cosas a cambio de nada. Eso era, la máxima deshonra.    
Mi viejo estuvo en el grupo de fundadores del Sindicato de Vendedores de Diarios de la Ciudad Autónoma de Bs. As. rodeando al fundador de nombre épico; Napoleón Sollazo.  
Con el tiempo fue asesor gremial de dicha institución y viajó por muchas ciudades del interior para ayudar a crear sindicatos en cada localidad. Recuerdo historias de una casi radicación en Mendoza y sindicatos de Bahía Blanca, Necochea y Mar del Plata, si la memoria no me falla, que recibieron su ayuda y consejo para nacer a la vida gremial. Pudo "bajar" paradas de diarios en cualquier lugar de Capital y Gran Buenos Aires, para mejorar su situación económica aprovechando su posición e influencia. Te molía a palos si se lo sugerías. Era de una honestidad y rectitud intachables. Fue también, un destacado dirigente del peronismo de La Matanza (ni más ni menos) estuvo en el famoso 17 de octubre, también en unas cuantas escaramuzas luego del golpe del 55. Un día desperté en mi cama de niño para ir a la escuela y en la cama de enfrente en lugar de mi hermano estaba el que fuera varias veces intendente del distrito más grande del país, Federico Russo, con un balazo en la pierna, escondido por mi viejo en casa para que no lo agarren los milicos. En el garage funcionaba el mimeógrafo en dónde se imprimía todo lo concerniente a las órdenes del general. También el grabador "Geloso", en el que se escuchaban y pasaban en limpio los discursos e instrucciones que venían de Madrid.  Se hartó de todo en los 70', después de jugarse tantas veces la vida y rechazar cargos de todo tipo, pese a que el kiosquito no daba para mucho.
Formó con mi vieja una familia “de esas de antes”. tuvo tres hijos, hizo lo imposible para que mi hermana fuese "doctora" y ese fue siempre su gran orgullo. Sus dos hijos varones le sacamos canas verdes, pero aquí estamos, dando batalla. Llevaba 50 años de casado cuando la muerte lo vino a buscar.
A él le debo la nocturnidad, pues me despertaba sin querer a las dos, dos y media de la mañana, cuando se levantaba para ir a trabajar.  En nuestra casa chorizo, las habitaciones estaban una al lado de la otra y él pasaba por la mía, mientras el piso de madera crujía, para ir a las otras dependencias. Hasta mi cama llegaba el aroma de la colonia "Old Spice", fuerte como trompada en la nariz, en la cual se empapaba. Luego iba a la cocina a hacerse un té, volvía a pasar por la pieza y otra vez el crujir del piso y el ruido de las puertas; se detenía junto mi cama y en invierno, me ponía alguno de sus viejos sobretodos; éramos pobres, pero no faltaba nada. antes de salir me daba un beso y hacía lo mismo con mi hermano, yo me hacía el dormido, esperaba escuchar sus pasos hasta la puerta de calle, abrir el candado y perderse por Álvarez Jonte rumbo a la estación, para cruzar Rivadavia y tomar en la puerta del Cine "Belgrano", el 96 a Constitución.
El tiempo pasó, mi hermano y yo trabajamos con él en el kiosco. Cuando no pudo más, quedé yo solo para sacarlo adelante y lo vendí para darle una jubilación digna y un buen pasar en el final. Un 28 de diciembre de 1989, a pocos días de la venta, el ministro Erman González, confiscó todos los ahorros y nos dejó en la calle para siempre con los famosos “Bonex 89”. Terminó sus días viviendo en casa de mi hermana cobrando 150 pesos de jubilación, más $ 50 de "subsidio a la pobreza".  En la misma época, Cristina (mi esposa) se enfermó con pronóstico más que sombrío y no tenía ni trabajo ni obra social y cómo además, no me alcanzaba para pagar el alquiler o directamente para comer, se venía en tren desde Padua a Ramos para cobrar la jubilación en el viejo banco de Londres y me lo daba para ayudarme. Es una de las tantas deudas que jamás podré pagar.
La parada de diarios todavía está en la estación Constitución de la cabecera del subte. Lo corrieron de ubicación y ahora se encuentra sobre la salida que da a la calle Brasil. Sigue llevando su nombre. Si vivís en capital y pasás diariamente por allí, dedicále una oración o un pensamiento noble en nombre de tantos y tantos que ayudó regalándole el suplemento de clasificados para buscar laburo o la ficha que se usaba para pasar el molinete para que puedan viajar, o el café con leche o el sánguche que le dejo pago a tanta gente que sufría la malaria. Fue un hombre cabal y honesto, un verdadero "canillita", arquetipo de un Buenos Aires de leyenda que solo existe en textos fundacionales o en los escasos guardianes de la memoria colectiva.

Fue Don Norberto Bregua, mi viejo.

jueves, 7 de septiembre de 2017

AQUELLO QUE A VECES, CUENTAN LAS BALDOSAS.

Un pibe alto con el pelo largo recogido en un rodete, iba cantando por la calle a grito pelado sin importarle nada, guarecido por los auriculares que lo aislaban del mundo; "El futuro ya llegó. Llegó como vos no lo esperabas. Todo un palo, ya lo ves..."
Luego se perdió tras un bondi que no se acercó a la vereda obligando a los pasajeros a bajar a la calle mientras puteaban y miraban de reojo para que un auto no los atropelle. El monstruo arrancó bufando a través de la suspensión neumática con gente colgando para ganarle al semáforo; vi manos y piernas flameando en los costados, rozados por taxis que marchaban lentos pegaditos al cordón. En los paredones del hospital, bien apretaditos, aparecían puestos precarios, uno pegado al otro, vendiendo chipás, garrapiñadas, golosinas, remeras, medias, calzoncillos, sánguches y lentes de sol, sin solución de continuidad.
Cerca de allí, un hombre viejo de campera gris y gorra, miraba resignado, parado frente a su quiosco de diarios como si le fuese ajeno; nadie se detenía siquiera a mirar las publicaciones. En la escalera de la entrada, una señora sentada con su bebé en brazos, pedía limosna y del otro lado de la puerta, un hombre con barbijo extendía su mano en el mismo sentido. Le colgaba del cuello un cartel hecho en computadora y plastificado que rezaba: "Tengo Leucemia, no me dan trabajo. Ayuda por favor." Un río de gente entraba y salía, empleados, visitas, enfermeras y doctores, cambios de turno o las horas de almorzar, vaya uno a saber. Una chica joven de buen porte, enfundada en calzas, también con auriculares, llegó a la parada del colectivo y mientras buscaba en el bolso la tarjeta SUBE o las monedas, cada tanto levantaba la vista con mala cara y el insulto a flor de labios por si algún desubicado le decía alguna barbaridad o se le arrimaba para intentar manosearla.
Tras las rejas, pasando el puesto de guardia,por dónde entraban las ambulancias, algunos pacientes deambulaban, otros eran empujados por familiares en sillas de ruedas. Dos señoras mayores salían juntas y abrazadas, una de ellas lloraba y la otra intentaba consolarla en vano; "No lo veo bien, Alicia, no lo veo bien" y ahí sí, se quebró en un mar de lágrimas. Por el costado y casi empujándolas, pasó apurado un muchacho cerca de los treinta. Su pareja, recién internada y con el miedo demandante de la primera vez, le pidió agua mineral, yogur y algo de comer. Decidió llevarle también algún dulce como gesto romántico pese a las circunstancias. De golpe, volvió sobre sus pasos. Se estaba olvidando de comprar los productos de higiene personal por los que recibió una larga charla cargada de advertencias y reprimendas, "porque los hombres para estas cosas son unos inútiles". Mirando al cielo preguntándose que había hecho para merecer semejante destino, fue con mucha vergüenza a la farmacia contigua a pedir toallitas femeninas, "de esas con alas" y de "tal marca y precio", como ella lo había instruido. Salió rojo como un tomate.
Seguí caminando un poco más hasta llegar a la vieja iglesia, la misma en la que cada vez que a mi esposa le daban el alta, entrábamos a agradecer. Decidí ingresar un rato, no tanto por fe, sino para ver si conectaba con ella, pero fue en vano. Estaba vacía y fría, con un par de luces mortecinas y algunas velas en el altar. El olor a humedad y flores marchitas, lo impregnaba todo. El Cristo colgaba descascarado de una gran cruz muy cerca del techo. Imágenes de todos los santos circundaban las paredes hasta los confesionarios. Debajo de San Cayetano, había una placa de bronce con una ranura para las donaciones. En el portón, un cartel indicaba días y horarios de Misa. Fui a la pila bautismal para persignarme con agua bendita pero estaba seca. Mis dedos solo rozaron polvo. En las paredes exteriores, no quedaba un lugar sin graffitis o pegatinas superpuestas, También direcciones de hoteles, pensiones baratas y remises truchos.
Salí sintiéndome triste y muy solo. En la calle, el sol me hizo arder los ojos. Decidí no tomar transporte y volver sobre mis pasos a pesar del dolor de mi cintura, la cual sentía muy rígida y me dificultaba el andar. El tránsito era infernal y el ruido lo tapaba todo. Pasé por un supermercado, una agencia de quiniela, una boutique y una galería enorme. Junto a un árbol, una mamá muy elegante, finamente ataviada, le hacía "sillita" a su niña pequeña para que hiciera pis.
En la esquina estaba la plaza dónde se juntaban los paseadores de perros y en la otra cuadra una concesionaria de autos de alta gama y el nuevo shopping. Faltaba poco para llegar pero no había razón para apurarse. Nadie me esperaba en casa.

sábado, 29 de julio de 2017

DESAFÍO EN EL POTRERO

Les habíamos ganado en nuestra canchita 8 a 4. Aprovechamos la localía y el conocimiento de saber dónde estaban las raíces que salían de la tierra y aprovechar el rebote de los árboles que con dudosa legalidad, marcaban los límites de la cancha. En el entretiempo nos refrescábamos tomando de la canilla de la casa de enfrente y comiendo nísperos  de nuestro propio “estadio”. También teníamos higos y moras.  Casimiro, vino como siempre a fajarme. Éramos los líderes de cada equipo aunque la verdad, un poco de cagazo le tenía. Era el típico flaco huesudo pelo duro con flequillo, que parecía más grande que el resto. Si hasta bigotes le veíamos.
La cosa venía de la escuela. Estábamos en el mismo año pero en aulas diferentes. El tipo volaba de furia. Siempre le gritábamos “Casimiro… ¡Las tetas!” y salíamos corriendo con el tipo atrás tirando trompadas y patadas hasta que veía una maestra y se frenaba para evitar que lo manden a la dirección. Tenía muchas advertencias y la madre cada dos por tres iba a la escuela a pedir que no lo cambien al turno tarde.
Cuando el partido terminó, vino a pelear mientras nos decía de todo; “putos, cagones, jugamos la revancha en mi barrio si se animan,” mientras se iba con los suyos, echando espuma. Salvo Andrés y yo, que éramos de clase media baja, el resto eran todos hijos de gente de guita cuyos padres nos miraban de reojo y francamente, no les causábamos ninguna gracia. Cosa evidente cada vez que íbamos a tomar la leche a la casa de alguno de ellos.
Pero a la vista de tipos como Casimiro, estábamos todos en la misma bolsa.  Con respecto a este pibe, se tejían toda clase de teorías en cuanto a cómo vivía, quienes eran sus padres y en qué andaban sus hermanos.  Todo fruto de la febril imaginación infantil.
La presión por la revancha se intensificó. En cada recreo mientras jugábamos a la bolita o al “chupi” con las figuritas, aparecía Casimiro con sus laderos a retarnos; “maricones de mierda, nosotros fuimos a jugar a su barrio, ahora tienen que venir al nuestro”. El colmo fue cuando las mellizas Klerr, un par de bellezas nórdicas que no le daban bola a nadie, se rieron de nosotros junto a sus amigas cuando nos llamó cagones, nenes de mamá. Se acercaba el cumpleaños de ellas y queríamos que nos inviten, teníamos planes con Andrés, de declararnos de una vez por todas.
Entonces, con gesto grave y solemne, me levanté recogiendo mis ganancias de figuritas justo cuando sonaba el timbre para volver a clase y le dije: “Cuando quieras y dónde quieras”. 
Esa tarde comenzamos los planes. Nos juntamos con los pibes en la esquina de la casa de los abuelos de Oscar, sentándonos en la baranda. Teníamos que ponernos de acuerdo en qué decirles a nuestros padres. La dirección que nos dio nuestro archienemigo era muy lejos para nosotros, como 50 cuadras. Habría que tomar un colectivo.  El primer paso era juntar la plata para viajar, comprar una gaseosa y algo para comer. El segundo, no levantar las sospechas de nuestros viejos al vernos salir sin las bicicletas. Prácticamente vivíamos arriba de ellas,  dando vueltas a la manzana o haciendo carreras de carritos a rulemanes con los que atronábamos al barrio. Decidimos decir la verdad a medias; que íbamos a jugar la revancha pero en el terrenito de la calle Liniers, que quedaba a cuatro cuadras de casa.
Finalmente llegó el día tan esperado y temido. Caminamos hasta la estación, cruzamos por el túnel la avenida y fuimos a la parada de la calle Moreno para tomar el colectivo vacío. El viaje era corto pero teníamos miedo de pasarnos, ninguno tenía experiencia en viajar solo. Ricardo, el hijo del doctor que tenía más onda con nosotros, nos iba a esperar en la parada en la que teníamos que bajar. Como era rubio, era fácil verlo.  Nos pasamos igual, cuando lo vimos ya era tarde y bajamos en la parada siguiente. Al vernos llegar nos cargó por boludos y caminamos “para adentro,” tres cuadras. Era un barrio feo, lleno de fábricas, algunas textiles otras, ni idea. Vimos autos abandonados apoyados sobre ladrillos y mucho perro ladrando. Veníamos caminando pegados a los portones y paredes de ladrillos sin revoques, cuando de repente se hizo un hueco.  Ese era el terrenito, encajado entre dos galpones inmensos. El frente era la única entrada y salida. Eso ya no me gustó para nada. Los arcos eran dos ramas que terminaban en horqueta pero sin travesaño; ese iba a ser otro problema en caso de tiros altos. Nuestros arcos en casa, estaban completos y hasta les habíamos hecho las redes con piolines que anudamos con paciencia para terminarlas.
La canchita estaba pelada, todo polvo. La recorrimos para ver si había vidrios o alambres de púa. También para saber dónde terminaba en los costados. Justamente allí, apoyados en los paredones, había muchos pibes grandes, calculábamos de 15 a 18 años. Para nosotros eran enormes y además ¡fumaban y tomaban cerveza! La verdad, estábamos muy julepeados.
Para disimular, los junté a todos detrás de un arco. Mientras nos sacábamos la ropa porque teníamos los cortos y las camisetas debajo, les encomendé a Oscar y a Jorgito Rubinstein que nos cuiden las cosas, es decir, los bollos de ropa con los relojes y la plata.  Estaban muertos de miedo, ¿Qué iban a hacer si se les acercaba alguno de esos monos? 
Hicimos pan y queso con Casimiro, no para elegir jugadores sino arco y saque. Gané y elegí el arco que daba al fondo, así después teníamos cerca la calle.  Acordamos lo usual, siete contra siete y dos tiempos de treinta minutos. Un señor mayor con pinta de abuelo, tenía el reloj y marcaba el tiempo.
Salimos con Gonzalo al arco. Tenía puesto el buzo de arquero, ese con acolchado en los hombros y en los codos, y guantes, toda una novedad para la época. Era un arquerazo. Su tío le prometía siempre llevarlo a probar a los infantiles de River. Cuando lo vieron, la barra de los pesados le gritó de todo y un par se le pusieron detrás del arco para “hablarle”. Gonzalo estaba pálido.
Atrás teníamos al “Chanchi” Farkas, un grandote gordito pero muy ágil y áspero para la marca, defendiendo con Alberto, un verdadero crack, delgado y muy alto, muy elegante con la pelota en los pies, tiempista nato, era callado y sereno, no se calentaba nunca, parecía mucho mayor que nosotros. Tenía futuro de crack. En el medio Juani, un diez de un talento enorme, jugador del baby fútbol de Estudiantil Porteño, una fiera.  A su lado jugaba yo, también buen gambeteador, goleador y veloz. De chico iba a jugar a la parroquia frente a la plaza de Ramos Mejía con pibes mucho más grandes y no podían pararme ni tirando trancazos de esos que apuntaban a la muela. Me decían “Rulli”, porque jugaba con la camiseta suplente de Racing con el ocho en la espalda, como él, figura legendaria del equipo de José que ganó la Libertadores y la Copa del Mundo en el 67’. Adelante iban Andrés, amigo y compinche, excelente puntero izquierdo y el “Twitty” Salinas, chiquito como su apodo sugería pero con un olfato para el gol increíble.
Sacaron del medio y se nos vinieron al humo. Juani fue a cortar y le dieron un planchazo al tobillo, tremendo. Tenían botines. Nosotros jugábamos con zapatillas o con las “Sacachispas”. Las mías estaban muy rotas, el protector redondo de goma que cubría los tobillos estaba despegado y mi dedo gordo en cualquier momento salía a tomar aire.  Me preocupaba porque si se rompía del todo, tenía que ponerme las “Flecha” recién compradas y mi vieja me iba dar una paliza si las veía sucias o peor aún, rotas.
Juani casi se va a las manos con un monigote que parecía su papá, nos seguían gritando cagones y cosas por el estilo; “Dale, mariquita, si no te toqué, llorón”.  Al toque estábamos dos a cero abajo. No la podíamos agarrar. En cada choque nos partían al medio. No había referí, se cobraba de prepo cualquier jugada y todo era discusión. Cuando nos metieron el cuarto, empezamos a pelearnos entre nosotros: “Andrés, Twitty, dale che, bajen a marcar, no se queden arriba”.  “Juani, Daniel, lárguenla, no sean morfones carajo.”
En eso, Juani engancha entre dos y cuando va a patear lo traban de atrás y cae mal, de jeta contra el polvo y se raspa todo. Rojo de bronca y aguantando las lágrimas, primero se quiso ir, después pidió ir al arco. Yo lo empecé a putear, “Cómo vas a ir al arco, nos están goleando, no seas boludo”.  Pero no hubo caso. Para colmo, se peleó con Gonzalo que no quería salir al medio y se empujaron un rato largo. Cansado, me senté en la pelota a esperar. Finalmente se fueron los dos de la cancha empacados y ofendidos.  Entonces, le pedí a Oscar que vaya al arco y a Jorgito que venga al medio. “Listo”, me dije, “Nos hacen mil”. Como nos vieron entregados, aflojaron el ritmo y comenzaron a gastarnos tirando gambetas, tacos y oles.  Un pelotazo que tiré de volea para sacármela de encima le cayó justo a Andrés que la paró con el pecho, tocó al medio y Jorgito, con esas piernas como alambrecitos, le pegó con miedo al ver que se le venían los contrarios encima gritándole para que se asuste. La pelota entró mansita al lado de la rama para dormirse  girando como un trompo contra los bultos de ropa.  Jorgito lo gritó como si fuese la final del mundo, no podía creer que había hecho un gol. Los de afuera se burlaban. Perdíamos 7 a 1. Sacaron del medio y siguieron jodiendo, pateaban de cualquier lado y Oscar se tapaba la cara en vez de agarrar la pelota.  Por suerte, iban afuera. Metimos un gol de cabeza, otro que hice yo después de una  apilada y el cuarto lo hizo Andrés cuando lo agarraron del cuello en el área y no tuvieron más remedio que darnos el penal. Así terminamos el primer tiempo. Cambiamos de arco y nos sentamos a descansar cinco minutos.  No les quería hablar ni a Juani ni a Gonzalo, estaba caliente como una papa. Casimiro se juntó con los pesados y nos miraban y se reían. Tenía mucho miedo y estábamos lejos de casa.
Dejando la bronca a un lado, les dije a los chicos. “pase lo que pase, apenas termine el partido, agarramos la ropa y salimos corriendo, ¿estamos? Todos me miraron, pensaban lo mismo que yo. Juani me puso la mano en el hombro y me dijo, “quiero entrar”. “Preguntále a Jorgito si quiere salir”,  le dije todo amoscado.
Jorgito dijo que sí enseguida, ya estaba hecho.  Gonzalo le prestó los guantes a Oscar y le dio consejos. No se animó a pedirme entrar.
Y así arrancamos el segundo tiempo.  Ellos estaban cancheros y sobradores y también cansados. Juani se iluminó y empezó el show, toque y toque con Andrés y conmigo y pases justos para el “Twitty”.  Nos pusimos 7 a 6. Se hizo un gran silencio, dejaron de boquear y ahora se puteaban entre ellos. Casimiro le pegó un cachetazo a uno, hubo revoleo de piñas y el agredido y su hermano se fueron  de la cancha con amenazas. Entraron dos que habían jugado el primer partido y no eran tan buenos. La cosa se puso pareja pero sacaron distancia de nuevo.
Oscar al arco no paraba una. No volaba ni se movía. Se pusieron 11 a 8 arriba y se nos iba el tiempo hasta que increíblemente y  tal vez avergonzado por los goles que le hicieron, Oscar salió a tapar en un contraataque, justo a Casimiro que sin levantar la vista lo fulminó de un pelotazo directo al estómago. La pelota rebotó y se fue afuera pero Oscar quedó tirado llorando. Otra vez los gritos hirientes, las referencias a la mariconería y otras cosas que por edad no entendíamos. Le mojamos la cabeza como si eso sirviera de algo y ahí fue cuando Gonzalo le sacó los guantes y dijo, “dejá, atajo yo”.
Acompañe a Oscar detrás del arco y cuando se sentó al lado de la ropa le dije; “Acordáte, apenas termina, agarrá todo y salimos corriendo”.
Sacamos del arco, la perdimos y cuando se venía Casimiro por la revancha, el “Chanchi” Farkas lo levantó por el aire mal. Temiendo lo peor nos acercamos pero el tipo lo miró, se sacudió el polvo y solo dijo “Foul”.  El “Chanchi” bajó a marcar mirándolo fijo, sin decir una palabra.
A fuerza de correr y meter nos pusimos 11 a 11. Ahí se callaron todos, las caras se pusieron feas y amenazantes. Todos lo miraban al viejo que tenía el reloj. El abuelo estaba incómodo y sin que nadie le pregunte, decía cuanto faltaba.  Como vieron que la cosa venía mal, empezaron a pegarle de punta para arriba con la intención de tirarla por arriba de la única pared bajita, la que estaba detrás del arco que ellos ocupaban en el segundo tiempo,  Ahí vivía una vieja que no devolvía las pelotas y decían, que las cortaba con un cuchillo. La idea era que el partido termine por falta de pelota y vaya a saber uno que pasaría después. Nuestras cabecitas fantaseaban lo peor.

Calculando que ya se terminaba, toqué con Juani, lo busqué a Andrés pero lo vi parado, sin aire. Entonces me fui pegado al borde de la cancha mientras me gritaban “fuera, salió” para distraerme. Yo seguí hasta el final y cuando  se me acababa el terreno saqué el centro pero estaba tan cansado y la pelota era tan pesada, que no tomó mucha altura. Entonces Juani fue a buscarla,  se agachó lo más que pudo y le pegó con el remolino, peinándola de esa manera que te tira todo el cuero cabelludo para atrás y te duele como la gran puta.  La pelota se levantó con desgano y entro pegada a la horqueta, en el ángulo imaginario de palo y travesaño. Salimos todos gritando “goooooool” y abrazándonos, mientras Casimiro y todos los demás puteaban y se nos venían encima, “No fue gol, fue alto, salió por arriba”. “No fue gol un carajo, tramposos”. Nosotros seguimos gritando y cuando llegamos a nuestro arco, nos miramos, agarramos los bultos y salimos corriendo por la calle hasta la avenida. Desesperados, sin mirar si nos seguían, cagados en las patas y a la vez, eufóricos, llegamos a la parada del colectivo. A una cuadra lo vimos venir. Había un matrimonio mayor y una chica lo que nos dio algo de tranquilidad pero hasta que no paró, sufrimos una eternidad. Subimos atropellando y el hombre nos dijo de todo. Nos fuimos al fondo mientras el chofer nos gritaba para que paguemos el boleto, mirándonos por el espejo retrovisor gigante, todo nacarado, del que colgaban dos cintas rojas y un chupete. Le pedimos que nos espere mientras juntábamos la plata de la ropa toda abollada. Con las monedas en la mano recorrí todo el pasillo, pagué y me vine con la ristra de boletos mientras los demás me apuraban a ver si a alguno le había tocado un capicúa. Comenzamos a gritar y a cantar mientras los pasajeros nos miraban feo y otra vez el chofer, nos llamó la atención. Nos sentíamos gigantes, dueños de una hazaña. La excitación por el partido nos duró casi hasta llegar a destino. Como todos los chicos, enseguida pasamos a otro interés. Alguien gritó: “Che, ¿hacemos otra excursión en bici a La Cantábrica”? “Sííííííí”, fue el grito general y comenzamos a planear el viaje. “Yo no pude arreglar la bici”, dijo Jorgito Rubinstein, a lo que respondí; “Te llevo yo, si no pesas nada, sos un soretito de chiva”, expresión que siempre decía mi viejo y no sabía realmente que quería decir. Todos estallaron en risas, de esas exageradas, estruendosas, de la forma en que solo en la infancia, se puede reír.