jueves, 7 de septiembre de 2017

AQUELLO QUE A VECES, CUENTAN LAS BALDOSAS.

Un pibe alto con el pelo largo recogido en un rodete, iba cantando por la calle a grito pelado sin importarle nada, guarecido por los auriculares que lo aislaban del mundo; "El futuro ya llegó. Llegó como vos no lo esperabas. Todo un palo, ya lo ves..."
Luego se perdió tras un bondi que no se acercó a la vereda obligando a los pasajeros a bajar a la calle mientras puteaban y miraban de reojo para que un auto no los atropelle. El monstruo arrancó bufando a través de la suspensión neumática con gente colgando para ganarle al semáforo; vi manos y piernas flameando en los costados, rozados por taxis que marchaban lentos pegaditos al cordón. En los paredones del hospital, bien apretaditos, aparecían puestos precarios, uno pegado al otro, vendiendo chipás, garrapiñadas, golosinas, remeras, medias, calzoncillos, sánguches y lentes de sol, sin solución de continuidad.
Cerca de allí, un hombre viejo de campera gris y gorra, miraba resignado, parado frente a su quiosco de diarios como si le fuese ajeno; nadie se detenía siquiera a mirar las publicaciones. En la escalera de la entrada, una señora sentada con su bebé en brazos, pedía limosna y del otro lado de la puerta, un hombre con barbijo extendía su mano en el mismo sentido. Le colgaba del cuello un cartel hecho en computadora y plastificado que rezaba: "Tengo Leucemia, no me dan trabajo. Ayuda por favor." Un río de gente entraba y salía, empleados, visitas, enfermeras y doctores, cambios de turno o las horas de almorzar, vaya uno a saber. Una chica joven de buen porte, enfundada en calzas, también con auriculares, llegó a la parada del colectivo y mientras buscaba en el bolso la tarjeta SUBE o las monedas, cada tanto levantaba la vista con mala cara y el insulto a flor de labios por si algún desubicado le decía alguna barbaridad o se le arrimaba para intentar manosearla.
Tras las rejas, pasando el puesto de guardia,por dónde entraban las ambulancias, algunos pacientes deambulaban, otros eran empujados por familiares en sillas de ruedas. Dos señoras mayores salían juntas y abrazadas, una de ellas lloraba y la otra intentaba consolarla en vano; "No lo veo bien, Alicia, no lo veo bien" y ahí sí, se quebró en un mar de lágrimas. Por el costado y casi empujándolas, pasó apurado un muchacho cerca de los treinta. Su pareja, recién internada y con el miedo demandante de la primera vez, le pidió agua mineral, yogur y algo de comer. Decidió llevarle también algún dulce como gesto romántico pese a las circunstancias. De golpe, volvió sobre sus pasos. Se estaba olvidando de comprar los productos de higiene personal por los que recibió una larga charla cargada de advertencias y reprimendas, "porque los hombres para estas cosas son unos inútiles". Mirando al cielo preguntándose que había hecho para merecer semejante destino, fue con mucha vergüenza a la farmacia contigua a pedir toallitas femeninas, "de esas con alas" y de "tal marca y precio", como ella lo había instruido. Salió rojo como un tomate.
Seguí caminando un poco más hasta llegar a la vieja iglesia, la misma en la que cada vez que a mi esposa le daban el alta, entrábamos a agradecer. Decidí ingresar un rato, no tanto por fe, sino para ver si conectaba con ella, pero fue en vano. Estaba vacía y fría, con un par de luces mortecinas y algunas velas en el altar. El olor a humedad y flores marchitas, lo impregnaba todo. El Cristo colgaba descascarado de una gran cruz muy cerca del techo. Imágenes de todos los santos circundaban las paredes hasta los confesionarios. Debajo de San Cayetano, había una placa de bronce con una ranura para las donaciones. En el portón, un cartel indicaba días y horarios de Misa. Fui a la pila bautismal para persignarme con agua bendita pero estaba seca. Mis dedos solo rozaron polvo. En las paredes exteriores, no quedaba un lugar sin graffitis o pegatinas superpuestas, También direcciones de hoteles, pensiones baratas y remises truchos.
Salí sintiéndome triste y muy solo. En la calle, el sol me hizo arder los ojos. Decidí no tomar transporte y volver sobre mis pasos a pesar del dolor de mi cintura, la cual sentía muy rígida y me dificultaba el andar. El tránsito era infernal y el ruido lo tapaba todo. Pasé por un supermercado, una agencia de quiniela, una boutique y una galería enorme. Junto a un árbol, una mamá muy elegante, finamente ataviada, le hacía "sillita" a su niña pequeña para que hiciera pis.
En la esquina estaba la plaza dónde se juntaban los paseadores de perros y en la otra cuadra una concesionaria de autos de alta gama y el nuevo shopping. Faltaba poco para llegar pero no había razón para apurarse. Nadie me esperaba en casa.