DESAFÍO EN EL POTRERO
Les habíamos ganado en nuestra canchita 8 a 4.
Aprovechamos la localía y el conocimiento de saber dónde estaban las raíces que
salían de la tierra y aprovechar el rebote de los árboles que con dudosa
legalidad, marcaban los límites de la cancha. En el entretiempo nos
refrescábamos tomando de la canilla de la casa de enfrente y comiendo
nísperos de nuestro propio “estadio”.
También teníamos higos y moras. Casimiro,
vino como siempre a fajarme. Éramos los líderes de cada equipo aunque la
verdad, un poco de cagazo le tenía. Era el típico flaco huesudo pelo duro con
flequillo, que parecía más grande que el resto. Si hasta bigotes le veíamos.
La cosa venía de la escuela. Estábamos en el mismo
año pero en aulas diferentes. El tipo volaba de furia. Siempre le gritábamos
“Casimiro… ¡Las tetas!” y salíamos corriendo con el tipo atrás tirando
trompadas y patadas hasta que veía una maestra y se frenaba para evitar que lo
manden a la dirección. Tenía muchas advertencias y la madre cada dos por tres
iba a la escuela a pedir que no lo cambien al turno tarde.
Cuando el partido terminó, vino a pelear mientras
nos decía de todo; “putos, cagones, jugamos la revancha en mi barrio si se
animan,” mientras se iba con los suyos, echando espuma. Salvo Andrés y yo, que
éramos de clase media baja, el resto eran todos hijos de gente de guita cuyos
padres nos miraban de reojo y francamente, no les causábamos ninguna gracia. Cosa
evidente cada vez que íbamos a tomar la leche a la casa de alguno de ellos.
Pero a la vista de tipos como Casimiro, estábamos
todos en la misma bolsa. Con respecto a
este pibe, se tejían toda clase de teorías en cuanto a cómo vivía, quienes eran
sus padres y en qué andaban sus hermanos.
Todo fruto de la febril imaginación infantil.
La presión por la revancha se intensificó. En cada
recreo mientras jugábamos a la bolita o al “chupi” con las figuritas, aparecía
Casimiro con sus laderos a retarnos; “maricones de mierda, nosotros fuimos a
jugar a su barrio, ahora tienen que venir al nuestro”. El colmo fue cuando las
mellizas Klerr, un par de bellezas nórdicas que no le daban bola a nadie, se
rieron de nosotros junto a sus amigas cuando nos llamó cagones, nenes de mamá. Se
acercaba el cumpleaños de ellas y queríamos que nos inviten, teníamos planes
con Andrés, de declararnos de una vez por todas.
Entonces, con gesto grave y solemne, me levanté
recogiendo mis ganancias de figuritas justo cuando sonaba el timbre para volver
a clase y le dije: “Cuando quieras y dónde quieras”.
Esa tarde comenzamos los planes. Nos juntamos con
los pibes en la esquina de la casa de los abuelos de Oscar, sentándonos en la
baranda. Teníamos que ponernos de acuerdo en qué decirles a nuestros padres. La
dirección que nos dio nuestro archienemigo era muy lejos para nosotros, como 50
cuadras. Habría que tomar un colectivo.
El primer paso era juntar la plata para viajar, comprar una gaseosa y
algo para comer. El segundo, no levantar las sospechas de nuestros viejos al
vernos salir sin las bicicletas. Prácticamente vivíamos arriba de ellas, dando vueltas a la manzana o haciendo
carreras de carritos a rulemanes con los que atronábamos al barrio. Decidimos
decir la verdad a medias; que íbamos a jugar la revancha pero en el terrenito
de la calle Liniers, que quedaba a cuatro cuadras de casa.
Finalmente llegó el día tan esperado y temido.
Caminamos hasta la estación, cruzamos por el túnel la avenida y fuimos a la
parada de la calle Moreno para tomar el colectivo vacío. El viaje era corto
pero teníamos miedo de pasarnos, ninguno tenía experiencia en viajar solo.
Ricardo, el hijo del doctor que tenía más onda con nosotros, nos iba a esperar
en la parada en la que teníamos que bajar. Como era rubio, era fácil
verlo. Nos pasamos igual, cuando lo
vimos ya era tarde y bajamos en la parada siguiente. Al vernos llegar nos cargó
por boludos y caminamos “para adentro,” tres cuadras. Era un barrio feo, lleno
de fábricas, algunas textiles otras, ni idea. Vimos autos abandonados apoyados
sobre ladrillos y mucho perro ladrando. Veníamos caminando pegados a los
portones y paredes de ladrillos sin revoques, cuando de repente se hizo un
hueco. Ese era el terrenito, encajado
entre dos galpones inmensos. El frente era la única entrada y salida. Eso ya no
me gustó para nada. Los arcos eran dos ramas que terminaban en horqueta pero
sin travesaño; ese iba a ser otro problema en caso de tiros altos. Nuestros
arcos en casa, estaban completos y hasta les habíamos hecho las redes con
piolines que anudamos con paciencia para terminarlas.
La canchita estaba pelada, todo polvo. La recorrimos
para ver si había vidrios o alambres de púa. También para saber dónde terminaba
en los costados. Justamente allí, apoyados en los paredones, había muchos pibes
grandes, calculábamos de 15 a 18 años. Para nosotros eran enormes y además
¡fumaban y tomaban cerveza! La verdad, estábamos muy julepeados.
Para disimular, los junté a todos detrás de un arco.
Mientras nos sacábamos la ropa porque teníamos los cortos y las camisetas
debajo, les encomendé a Oscar y a Jorgito Rubinstein que nos cuiden las cosas,
es decir, los bollos de ropa con los relojes y la plata. Estaban muertos de miedo, ¿Qué iban a hacer
si se les acercaba alguno de esos monos?
Hicimos pan y queso con Casimiro, no para elegir
jugadores sino arco y saque. Gané y elegí el arco que daba al fondo, así
después teníamos cerca la calle.
Acordamos lo usual, siete contra siete y dos tiempos de treinta minutos.
Un señor mayor con pinta de abuelo, tenía el reloj y marcaba el tiempo.
Salimos con Gonzalo al arco. Tenía puesto el buzo de
arquero, ese con acolchado en los hombros y en los codos, y guantes, toda una
novedad para la época. Era un arquerazo. Su tío le prometía siempre llevarlo a
probar a los infantiles de River. Cuando lo vieron, la barra de los pesados le
gritó de todo y un par se le pusieron detrás del arco para “hablarle”. Gonzalo
estaba pálido.
Atrás teníamos al “Chanchi” Farkas, un grandote
gordito pero muy ágil y áspero para la marca, defendiendo con Alberto, un
verdadero crack, delgado y muy alto, muy elegante con la pelota en los pies,
tiempista nato, era callado y sereno, no se calentaba nunca, parecía mucho
mayor que nosotros. Tenía futuro de crack. En el medio Juani, un diez de un
talento enorme, jugador del baby fútbol de Estudiantil Porteño, una fiera. A su lado jugaba yo, también buen
gambeteador, goleador y veloz. De chico iba a jugar a la parroquia frente a la
plaza de Ramos Mejía con pibes mucho más grandes y no podían pararme ni tirando
trancazos de esos que apuntaban a la muela. Me decían “Rulli”, porque jugaba
con la camiseta suplente de Racing con el ocho en la espalda, como él, figura
legendaria del equipo de José que ganó la Libertadores y la Copa del Mundo en
el 67’. Adelante iban Andrés, amigo y compinche, excelente puntero izquierdo y
el “Twitty” Salinas, chiquito como su apodo sugería pero con un olfato para el
gol increíble.
Sacaron del medio y se nos vinieron al humo. Juani
fue a cortar y le dieron un planchazo al tobillo, tremendo. Tenían botines.
Nosotros jugábamos con zapatillas o con las “Sacachispas”. Las mías estaban muy
rotas, el protector redondo de goma que cubría los tobillos estaba despegado y
mi dedo gordo en cualquier momento salía a tomar aire. Me preocupaba porque si se rompía del todo,
tenía que ponerme las “Flecha” recién compradas y mi vieja me iba dar una
paliza si las veía sucias o peor aún, rotas.
Juani casi se va a las manos con un monigote que
parecía su papá, nos seguían gritando cagones y cosas por el estilo; “Dale,
mariquita, si no te toqué, llorón”. Al
toque estábamos dos a cero abajo. No la podíamos agarrar. En cada choque nos
partían al medio. No había referí, se cobraba de prepo cualquier jugada y todo
era discusión. Cuando nos metieron el cuarto, empezamos a pelearnos entre
nosotros: “Andrés, Twitty, dale che, bajen a marcar, no se queden arriba”. “Juani, Daniel, lárguenla, no sean morfones
carajo.”
En eso, Juani engancha entre dos y cuando va a
patear lo traban de atrás y cae mal, de jeta contra el polvo y se raspa todo.
Rojo de bronca y aguantando las lágrimas, primero se quiso ir, después pidió ir
al arco. Yo lo empecé a putear, “Cómo vas a ir al arco, nos están goleando, no
seas boludo”. Pero no hubo caso. Para
colmo, se peleó con Gonzalo que no quería salir al medio y se empujaron un rato
largo. Cansado, me senté en la pelota a esperar. Finalmente se fueron los dos
de la cancha empacados y ofendidos.
Entonces, le pedí a Oscar que vaya al arco y a Jorgito que venga al
medio. “Listo”, me dije, “Nos hacen mil”. Como nos vieron entregados, aflojaron
el ritmo y comenzaron a gastarnos tirando gambetas, tacos y oles. Un pelotazo que tiré de volea para sacármela
de encima le cayó justo a Andrés que la paró con el pecho, tocó al medio y
Jorgito, con esas piernas como alambrecitos, le pegó con miedo al ver que se le
venían los contrarios encima gritándole para que se asuste. La pelota entró
mansita al lado de la rama para dormirse girando como un trompo contra los bultos de
ropa. Jorgito lo gritó como si fuese la
final del mundo, no podía creer que había hecho un gol. Los de afuera se
burlaban. Perdíamos 7 a 1. Sacaron del medio y siguieron jodiendo, pateaban de
cualquier lado y Oscar se tapaba la cara en vez de agarrar la pelota. Por suerte, iban afuera. Metimos un gol de
cabeza, otro que hice yo después de una
apilada y el cuarto lo hizo Andrés cuando lo agarraron del cuello en el área
y no tuvieron más remedio que darnos el penal. Así terminamos el primer tiempo.
Cambiamos de arco y nos sentamos a descansar cinco minutos. No les quería hablar ni a Juani ni a Gonzalo,
estaba caliente como una papa. Casimiro se juntó con los pesados y nos miraban
y se reían. Tenía mucho miedo y estábamos lejos de casa.
Dejando la bronca a un lado, les dije a los chicos.
“pase lo que pase, apenas termine el partido, agarramos la ropa y salimos
corriendo, ¿estamos? Todos me miraron, pensaban lo mismo que yo. Juani me puso
la mano en el hombro y me dijo, “quiero entrar”. “Preguntále a Jorgito si
quiere salir”, le dije todo amoscado.
Jorgito dijo que sí enseguida, ya estaba hecho. Gonzalo le prestó los guantes a Oscar y le
dio consejos. No se animó a pedirme entrar.
Y así arrancamos el segundo tiempo. Ellos estaban cancheros y sobradores y
también cansados. Juani se iluminó y empezó el show, toque y toque con Andrés y
conmigo y pases justos para el “Twitty”.
Nos pusimos 7 a 6. Se hizo un gran silencio, dejaron de boquear y ahora
se puteaban entre ellos. Casimiro le pegó un cachetazo a uno, hubo revoleo de
piñas y el agredido y su hermano se fueron
de la cancha con amenazas. Entraron dos que habían jugado el primer
partido y no eran tan buenos. La cosa se puso pareja pero sacaron distancia de
nuevo.
Oscar al arco no paraba una. No volaba ni se movía.
Se pusieron 11 a 8 arriba y se nos iba el tiempo hasta que increíblemente y tal vez avergonzado por los goles que le
hicieron, Oscar salió a tapar en un contraataque, justo a Casimiro que sin
levantar la vista lo fulminó de un pelotazo directo al estómago. La pelota
rebotó y se fue afuera pero Oscar quedó tirado llorando. Otra vez los gritos
hirientes, las referencias a la mariconería y otras cosas que por edad no
entendíamos. Le mojamos la cabeza como si eso sirviera de algo y ahí fue cuando
Gonzalo le sacó los guantes y dijo, “dejá, atajo yo”.
Acompañe a Oscar detrás del arco y cuando se sentó
al lado de la ropa le dije; “Acordáte, apenas termina, agarrá todo y salimos
corriendo”.
Sacamos del arco, la perdimos y cuando se venía Casimiro
por la revancha, el “Chanchi” Farkas lo levantó por el aire mal. Temiendo lo
peor nos acercamos pero el tipo lo miró, se sacudió el polvo y solo dijo “Foul”.
El “Chanchi” bajó a marcar mirándolo
fijo, sin decir una palabra.
A fuerza de correr y meter nos pusimos 11 a 11. Ahí
se callaron todos, las caras se pusieron feas y amenazantes. Todos lo miraban
al viejo que tenía el reloj. El abuelo estaba incómodo y sin que nadie le pregunte,
decía cuanto faltaba. Como vieron que la
cosa venía mal, empezaron a pegarle de punta para arriba con la intención de
tirarla por arriba de la única pared bajita, la que estaba detrás del arco que ellos
ocupaban en el segundo tiempo, Ahí vivía
una vieja que no devolvía las pelotas y decían, que las cortaba con un
cuchillo. La idea era que el partido termine por falta de pelota y vaya a saber
uno que pasaría después. Nuestras cabecitas fantaseaban lo peor.
Calculando que ya se terminaba, toqué con Juani, lo
busqué a Andrés pero lo vi parado, sin aire. Entonces me fui pegado al borde de
la cancha mientras me gritaban “fuera, salió” para distraerme. Yo seguí hasta
el final y cuando se me acababa el
terreno saqué el centro pero estaba tan cansado y la pelota era tan pesada, que
no tomó mucha altura. Entonces Juani fue a buscarla, se agachó lo más que pudo y le pegó con el
remolino, peinándola de esa manera que te tira todo el cuero cabelludo para atrás
y te duele como la gran puta. La pelota
se levantó con desgano y entro pegada a la horqueta, en el ángulo imaginario de
palo y travesaño. Salimos todos gritando “goooooool” y abrazándonos, mientras Casimiro
y todos los demás puteaban y se nos venían encima, “No fue gol, fue alto, salió
por arriba”. “No fue gol un carajo, tramposos”. Nosotros seguimos gritando y
cuando llegamos a nuestro arco, nos miramos, agarramos los bultos y salimos corriendo
por la calle hasta la avenida. Desesperados, sin mirar si nos seguían, cagados
en las patas y a la vez, eufóricos, llegamos a la parada del colectivo. A una
cuadra lo vimos venir. Había un matrimonio mayor y una chica lo que nos dio algo
de tranquilidad pero hasta que no paró, sufrimos una eternidad. Subimos
atropellando y el hombre nos dijo de todo. Nos fuimos al fondo mientras el
chofer nos gritaba para que paguemos el boleto, mirándonos por el espejo
retrovisor gigante, todo nacarado, del que colgaban dos cintas rojas y un
chupete. Le pedimos que nos espere mientras juntábamos la plata de la ropa toda
abollada. Con las monedas en la mano recorrí todo el pasillo, pagué y me vine
con la ristra de boletos mientras los demás me apuraban a ver si a alguno le
había tocado un capicúa. Comenzamos a gritar y a cantar mientras los pasajeros
nos miraban feo y otra vez el chofer, nos llamó la atención. Nos sentíamos
gigantes, dueños de una hazaña. La excitación por el partido nos duró casi hasta
llegar a destino. Como todos los chicos, enseguida pasamos a otro interés. Alguien
gritó: “Che, ¿hacemos otra excursión en bici a La Cantábrica”? “Sííííííí”, fue
el grito general y comenzamos a planear el viaje. “Yo no pude arreglar la bici”,
dijo Jorgito Rubinstein, a lo que respondí; “Te llevo yo, si no pesas nada, sos
un soretito de chiva”, expresión que siempre decía mi viejo y no sabía
realmente que quería decir. Todos estallaron en risas, de esas exageradas,
estruendosas, de la forma en que solo en la infancia, se puede reír.
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