Fue como una lluvia helada que la sorprendió en aquel Bar, mientras intentaba una cita fallida con otro espécimen masculino que no sabía cómo hablarle a una mujer y se repetía en aburrirla hablando de sí mismo o jugando al interrogatorio por los bordes de su personalidad, sin poder evitar las incontables pausas ni los silencios incómodos.
-
¿Qué estoy haciendo aquí? - se preguntó, como despertando
de un mal sueño.
Él le hablaba de su trabajo, a falta de una conexión que le
permitiese ganar confianza y pasar a temas más personales.
-
¿Dónde conocí a este tipo? - intentó recordar ella,
mientras entrecerraba los ojos en un gesto que él, malinterpretó de interés.
-
¿Me disculpás? – le dijo al tiempo de levantarse del asiento
girando hacia la salida, ante el estupor del pretendiente y la confusión que la
ganaba.
¿Traje
el auto? ¡Por favor no me digas que me arriesgué a subirme al auto de esta
ameba insulsa! se dijo mientras hurgaba en la cartera y
trataba de recordar, de armar un mapa de la situación, del cómo, cuándo y
dónde.
Para su suerte y guiándose por la intuición, caminó hasta
la esquina pasando nuevamente por el lugar en el cual aún permanecía el
atribulado y fallido galán, tras lo cual decidió doblar a la izquierda y allí
vio a su modesto pero fiel auto estacionado. Ese, que le permitía darse el
gusto de llevarla sin inconvenientes por lejanas rutas, en las cuales se
internaba sin rumbo ni plan.
-
Me encanta manejar. Siento que transcurro en un espacio absolutamente mío,
atemporal, en el cual puedo ver el nacimiento de paisajes que parecen brotar
solo para mí. -
A su madre le causaría terror si aún viviese pero sin duda, la apoyaría.
Su padre
directamente, le retiraría la palabra al ver desafiada su autoridad hecha consejos:
- Una mujer sola en la ruta es suicida. Estás
a merced de cualquier degenerado. ¿No te das cuenta que, si te pasa algo no
tendríamos forma de encontrarte? ¿No pensás en tu madre? (Que era la
forma de traspasarle sus temores a la esposa, que tenía mil veces más coraje y
una mente mucho más abierta a los deseos de su hija)
Sus amigas en más o en menos, pensaban lo mismo, pero con
cautela.
No querían pasar por “viejas” y le buscaban la vuelta por
el lado de las obvias referencias sexuales.
-
“Dale. Vos querés salir de reviente y tener un chongo en cada pueblo”. -
Entonces estallaban las risotadas y ella también reía, pero era una mueca pues nunca entendió cuál era la supuesta gracia de un comentario tan burdo y machista en boca de una mujer.
¿Entonces, es eso? ¿Una mujer no puede ni debe conducir en la noche bajo el suave sonido de un CD o la radio, dejando una rendija en la ventanilla para que, entre el frío aire de la noche; esa que regala estrellas que hace tanto tiempo han decidido ausentarse de las grandes ciudades?
-
Que obtuso todo, pensó, al tiempo de invadirla una
profunda depresión. -
Tiene que haber un hombre en la ecuación. Alguien que
provea sexo, ternura, protección y loción para evitar los mosquitos. Y que entienda
de mecánica para pagar dos veces más caro cualquier arreglo en un taller de
pueblo donde le ven la cara al porteño y se le cagarán de risa a sus espaldas
cuando se vaya.
Pero, ¿Sola? ¿En un viaje tan largo?
-
En serio, che. - Dijo finalmente una de sus más allegadas. -
Mirá si te pasa algo. - Esto último acompañado de una mirada ominosa,
como si pensara en viajar al Averno a preguntarle por un buen hotel al Diablo.
Recobró la conciencia tras un concierto de bocinazos e
insultos.
Había estacionado en medio de la calle a la altura de la
entrada de su garaje.
¿Qué me pasa? - Pensó inquieta. - ¿Manejé
hasta acá dormida? ¿Cómo una sonámbula?
Finalmente se introdujo en su hogar, subió a su cuarto y
comenzó lentamente a sacarse la ropa.
Primero los zapatos, esos que le costaron una fortuna para
torturarle los pies y sacarle el máximo de dolor, pero con glamour.
Luego el pequeño vestido que dejaba ver sus formidables
piernas, los hombros proporcionados y el cuello delgado, todavía sin arrugas,
esbelto, al cual muchos hombres querían treparse para apoyar sus labios y oler
su perfume.
No llevaba soutien. - No están tan mal. Todavía no me las pateo.
- se dijo e inmediatamente soltó una carcajada breve, por lo guarango
de su pensamiento.
“Soy
una nena riéndose de una bobada infantil” suspiró, y comenzó a
quitarse el maquillaje.
Siempre le provocaba impresión hacerlo. Temía que su cara
fuese desapareciendo tras el rubor, la base, el delineador, el lápiz de labios
y todos los accesorios para transformarse en otra. Esa en la cual no se reconocía.
“Ahora
me saco esto y queda un hueco en la mejilla”.
“Me
quito los aros y caen las orejas”.
“Paso
un suave paño por labios y piel y es como si borrara un dibujo”.
Tuvo un sobresalto. Temía abrir los ojos y que, por debajo
de su nariz, solo permaneciese la nada.
Terminada la faena, se paró completamente desnuda y antes
de dirigirse a tomar una ducha, observó su cuerpo. - ¿Para qué me depilé? - y frenó allí
el pensamiento para no tentarse nuevamente.
Abrió el paso del agua y comenzó el ritual de mezclar lo
caliente y lo frío, para no quemarse, para no someterse a la traición helada.
-
Es toda una alquimia, - barruntaba ya lista para tomar el gel de
baño mientras de reojo localizaba el Champú.
- No me gusta el frío pese a que lo disfruto. ¡Qué gran contradicción! Creo que el infierno es un lugar frío y helado, cosa que realmente me atemoriza. Lo del fuego y el señor de los cuernos y el tridente, es otra de las tantas patrañas que nos vendieron. -
Entró nuevamente a la habitación envuelta en toallones
incluido el proverbial turbante ad hoc. Lentamente eligió sus cremas hidratantes
y comenzó a esparcirlas por su piel.
- Pero, ¡Me cacho! ¿Quién era el tipo con el cual me encontré? No encaja para nada con mis gustos en materia de hombres, aunque, pensándolo bien, últimamente son todos iguales: Uno más insulso que el otro.
Siento que es hora de emprender otro viaje. Sí. Mañana hago el bolso, cargo la heladerita con algunas cosas, le echo nafta a la maquinita y… ¡A volar! –
Con ese cálido pensamiento, se acostó para quedar
profundamente dormida casi de inmediato.
Soñó que conducía por una ruta que serpenteaba un camino de
montaña. Veía las ovejas en los campos aledaños, abajo, cerca del valle y si
levantaba la vista, nubes grises ponían su empeño en ocultar las cumbres
nevadas.
Sintió placer. Por primera vez en mucho tiempo. Y libertad.
Fresca. De mate y bizcochitos. De risas y paradas en estaciones de servicio.
De rostros curtidos y amabilidad pueblerina. De perros
callejeros que le hacen fiesta a cada turista que baja, sin lograr que alguno
se apiade y lo adopte.
Sintió la brisa en su cara y por reflejo sacó la mano debajo
de la almohada que no era tal, era la ventanilla del viejo compañero de millas
y millas y se acomodó el pelo y se puso los lentes de sol para que no la
encandilen los rayos reflejados en las maravillas del lugar.
Al día siguiente, su prima preocupada porque esperó en vano
durante más de una hora que la pasara a buscar según lo acordado, llegó hasta
su casa y arremetió con furia hacia el timbre. El silencio le provocó los
peores presagios.
Giró en torno a la casa, pegó su rostro a las ventanas.
Busco detectar un mínimo ruido que le indicara un movimiento, una presencia.
Nada.
El Celular no respondía. Podía oírlo en el interior.
Realmente sintió miedo.
Llamó a la policía que llamó a un cerrajero que primero no
quería, que seguro no era nada, que no podía irrumpir pero que finalmente
aceptó y abrió la puerta.
El auto estaba en el garaje. En la cocina había una taza de
café por la mitad, ya frío y espeso. También un sándwich mordido en el cual
revoloteaban un par de moscas. Se respiraba humedad en todos los ambientes.
Entraron a la habitación. Vieron la ropa en el piso, la cama
deshecha, las cremas abiertas, las toallas tiradas por doquier, el equipo de
maquillaje desparramado en el pequeño mueble con espejo.
En el baño, la ducha estaba abierta y el vapor todo lo empañaba.
Abrieron el Box con temor, como en la vieja y clásica
película.
No había nadie.
El gel colgaba de una pequeña estantería de rejilla donde
también reposaba el champú.
La ropa interior colgaba de una canilla. La pequeña
alfombra antideslizante estaba apelmazada y pringosa.
La prima dijo algo de la habitación del contrafrente que
solía usar de rincón de lectura, la cual tenía un balcón terraza que daba al
jardín con pileta.
Vieron la puerta entreabierta, la cortina flameando por el
viento y salieron agachándose, porque la persiana de enrollar se encontraba a
la mitad.
Allí la vieron. Como una figura de Picasso en retorcida
pose fusionada con el césped y parte del borde de la pileta. A su lado,
pudieron distinguir un bolso de viaje y una heladerita.
Bajaron raudamente, pero sabían que era en vano.
Al acercarse vieron sus ojos abiertos como intentando
abarcar tanto cielo. Tenía una sonrisa
petrificada de absoluta felicidad.
El detalle que les llamó la atención entre tanto horror,
fue la forma y posición de sus delicadas y largas manos.
Estaban a medio cerrar. Los pulgares levemente abiertos en
simetría, separados del resto.
-
Jefe – le dijo un agente a su superior – Usted disculpe, pero, ¿no le
resulta familiar lo de las manos? –
El Jefe de calle, acomodando los pantalones que caían
irremediablemente por debajo de su voluminoso abdomen, asintió con un leve
gesto de su cabeza.
-
Tal cual. Parece que estuviera manejando. -
Y largaron una risotada que acallaron de inmediato ante la cercanía de la familiar quebrada en llanto.
Entonces procedieron a taparla con una lona, mientras esperaban a
los peritos y se daba lugar a los procedimientos de rigor.
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