“Paula:
Espero que estas canciones te hagan sentir lo mismo que a mí. ¡Feliz Cumpleaños!
- Mario - 25/10/74”
La dedicatoria cursi y la
fecha me atraparon. Colecciono discos viejos y los busco en ferias y tiendas de
antigüedades. En eso estaba, como tantos domingos perdidos, cuando revisando
una batea vi la tapa de un vinilo de rock progresivo bastante difícil de
encontrar en buen estado. Al voltearlo, vi la escritura pequeña y desprolija
escrita en birome azul sobre el ángulo superior derecho. Acerqué el Long Play
hasta mis ojos para verla detenidamente. Pensé en ella como la cerradura de un
cofre. En su interior, la historia de Paula y Mario.
Seguramente, todo comenzó en
cuarto o quinto año del colegio secundario. Mario pensando estrategias y caminando
lento por las cuadras de su barrio para encontrarse “casualmente” con Paula,
cuando ella retornaba del colegio o salía de sus clases de inglés.
Con el pretexto de conseguir
chicas, convenció a sus amigos para ir a los boliches de Ramos Mejía a los que
ella iba con sus compañeras de división. Generalmente era “For Export”, a veces
“Pinar de Rocha” o “Crash”, siempre en el horario de matinée, de 18 a 23 hs.
único en el cual podían entrar los menores de edad. No encajaban en la tribu y
siempre tenían miedo de no pasar el control de la entrada. Una vez logrado el
objetivo, Paula lo trataba como si no lo conociera. La miraba bailar en la
pista o charlar con sus compañeras en la barra, con el pecho a punto de
estallar de tanta impotencia. Alguna vez, en un intento de darle celos, sacó a
bailar a una chica que estaba sentada en las gradas cercanas a la pista
principal. La niña bajaba cuidadosamente con sus finos tacos y su corto vestido
negro hasta que ocurrió lo peor, resbaló y cayó haciendo “patito” con el traste
por todos y cada uno de los escalones restantes hasta la muchedumbre que se
apretujaba bajo las luces estroboscópicas.
Lo peor, es que él siguió de
largo sin darse vuelta y detenerse a auxiliarla, salió por el otro extremo,
pasó a buscar a sus amigos y se fue del boliche rojo como un tomate. Jamás se
perdonó pese al paso de los años, su cobardía con la niña en cuestión como así
también, su sempiterna mala suerte.
Todos los planes fallaban.
Cada fin de semana pasaba la noche haciendo la plancha como vulgarmente se
decía, mientras la veía bailar con otros sin dirigirle la mirada. Apenas un
saludo desganado y al pasar, si la encontraba en el guardarropa. Aun así, no
dejaba de elucubrar ridículos e intrincados planes.
La mamá de Paula, casada con
un corredor de vinos finos, se dedicaba a la venta de cosméticos por catálogo.
Organizaba reuniones en casa con señoras de buen pasar con quienes bailaba el minué
de competencias en torno a la brillantez de los hijos de cada una. Obsesiva y
calculadora, seleccionaba las amistades de la niña, vigilaba sus horarios y
compañías, mientras se ocupaba con sonrisa gélida y modales dignos de un
diplomático ruso, de espantar a los jóvenes galanes que revoloteaban cerca de
su hija al compás de sus hormonas. Mario, era uno de ellos.
Tal vez por rebeldía
adolescente, asomarse levemente a lo prohibido o de una vez por todas,
sacárselo de encima, Paula aceptó salir con Mario, con la condición de ocultar
su noviazgo y encontrarse lejos de los lugares que familiares y amigos solían
frecuentar. Sin disimulo alguno, lo escondía. No quería que la vieran con él.
Las cosas avanzaban a su
ritmo. Manejaba los ardores de Mario a su antojo. Ambos eran vírgenes. Le
permitió recorrer su cuerpo, segura de poder manejar la situación. Descubrió no
sin sorpresa, que su novio besaba bien (tomando en cuenta los dichos de sus
compañeras de colegio, supuestamente más experimentadas.) y que era bastante
mano larga. Luego de varias salidas y caricias ardientes en plena calle ante
los silbidos de la gente y bocinazos con groserías incluidas de los
automovilistas, Mario se las arregló para llevarla a su casa con el pretexto de
estudiar, ante la mirada orgullosa de su padre y el ceño fruncido de su madre.
No le gustaba esa chica, no era para su hijo.
En la pieza decorada con
posters de grupos de rock, exploraron sus cuerpos llegando al límite de la
penetración. Paula, desnuda en la pequeña cama de una plaza, entró en pánico.
Aferró con fuerza las inquietas manos de Mario y mirándolo directo a los ojos
le dijo con voz entrecortada: “No, vos no.”
El muchacho, rojo de vergüenza
y de excitación, intentó calmarla mientras le decía lo mucho que la amaba, pero
fue en vano. Se vistieron en silencio. Paula lo besó en la mejilla y le rogó
que no la acompañe. La vio irse con la cabeza erguida y los ojos llenos de
lágrimas. Era delgada, alta y muy bonita. Esperó en vano que volteara a mirarlo
por última vez.
Terminaron el secundario.
Mario ingresó a la facultad, pero no le fue bien. Rindió unas pocas materias y
abandonó para buscar trabajo pues en casa necesitaban ayuda. Familia de clase
media, todo era cuesta arriba. Paula, por el contrario, se recibió con honores
mientras salía con un compañero de cursada, hijo de un empresario textil dueño
de una mansión en zona norte y un velero. Sus padres, cambiaron una mirada
cómplice y feliz cuando el joven heredero les solicitó permiso para enseñarle a
navegar a su hija y de paso, dormir en la casa familiar los fines de semana.
Era un sueño cumplido.
Con esfuerzo, Mario compró una
camioneta para hacer reparto. Le fue bien, compró otra, luego un camión y al
poco tiempo, era dueño de una empresa de transporte. Se casó con la hermana de
uno de sus choferes, un ángel siempre sonriente y optimista que le dio tres
hijos, dos varones y una nena. Mario la adoraba. Aún después de tantos años de
casados, la perseguía por la casa para hacerle el amor cuando estaban solos.
Ella gritaba entre risas “¡Dejáme!” “¡No me hagas cosquillas!” y él le pedía
que no haga tanto ruido y ella se reía más fuerte, mientras su ropa era
esparcida por todos los rincones de la casa.
Les gustaba salir a cenar, ir al cine y al teatro; siempre se los veía
tomados de la mano.
Paula tuvo dos hijos varones.
Vivían en Europa y su vida se iluminaba al verlos en videos caseros que le
enviaban por celular. Su marido la engañó religiosamente desde el primer minuto
de su matrimonio, hasta que finalmente se fue a vivir con una artista plástica
mucho más joven. Le ocultó empresas y propiedades a través de sociedades
fantasmas y testaferros, dejándola apenas con un departamento de dos ambientes
en microcentro y su actividad profesional. Tras el divorcio, solo salía con amigas
y rechazaba de plano avances masculinos. “Tuve suficiente,” decía con un rictus
de amargura. “Si otro hombre intenta llevarme a la cama, me encierro en el baño
y me escondo en la bañera”, exageraba mientras el coro femenino estallaba en
carcajadas y críticas al género masculino, culpable de todas sus desdichas.
A punto de cumplir los
cincuenta, sufrió un cáncer que afrontó en soledad, pues sus padres ya habían
fallecido y era hija única. Lejos del glamour juvenil, se consideraba una
orgullosa sobreviviente. El paso de los años y la enfermedad dejaron huellas en
su cuerpo, pero la fina belleza de su rostro permanecía inalterable. De Mario,
solo se acordó el día en que vendió el disco con otras cosas, en un mercado de
pulgas.
Mario, en cambio, nunca dejó
de pensar en ella. La buscó durante años sin éxito en las redes sociales.
Descubrió que Paula vivía en Capital de casualidad, al ver en los avisos
clasificados un edicto notificando el cambio de titularidad de una empresa.
Allí figuraba junto a su esposo. El corazón le dio un vuelco mientras leía
nombres y apellidos una y otra vez. Sin saber por qué, en los últimos tiempos
sintió temor por la salud de Paula, llegándose a preguntar si aún permanecería
con vida. Pese a querer con locura a su
esposa, nunca le contó de su noviazgo juvenil y mucho menos, sus absurdas
andanzas de detective amateur. El primer amor, siempre deja marcas indelebles
en el alma.
Perdido en mis pensamientos,
una voz ronca y desagradable me trajo bruscamente a la realidad preguntándome
si iba a comprar o no, el disco de marras. Era un coleccionista. Raza febril y
obsesiva que no dudaría ni un segundo en borrar la dedicatoria en aras de
preservar la pulcritud de una edición de época. Inquieto y alterado, le asesté
un “Sí”, áspero y cortante. Instintivamente abracé el viejo Long Play,
llevándolo a mi pecho mientras pagaba por él, al hombre con la gastada remera
de “AC/DC” y dientes amarillos que atendía el puesto. Sentí preocupación y
miedo. “Unos minutos más y quién sabe…”
Me alejé de los puestos de la
plaza lenta y cuidadosamente. Si en verdad existen distintos planos del tiempo,
Paula y Mario, podrían cruzar sus vidas en todos y cada uno de ellos, con
infinitos desenlaces. Debía ponerlos a salvo, lo mismo que a sus parejas,
hijos, amigos o amantes. De alguna manera, alguien me
otorgó la custodia de un pequeño fragmento del tapiz universal.
Yo era el guardián, el
custodio designado de los días, la vida y los posibles destinos, de Paula y
Mario.
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