Encontré una foto tirada en
la calle. Se arrastraba por la vereda a causa del viento girando en remolinos
cerca de caminantes apurados por la nada. La tomé en uno de sus giros
elevándola a mis ojos. Manchada y amarillenta, aún dejaba ver a una pareja joven
abrazada y sonriente. Siempre me han dado impresión las fotos. Capturan algo
sobrecogedor que atemoriza. Ahora miraban directo a mí y no supe que
responderles. Pues nada sé de ellos y de su paso por el mundo. Si eran amantes
o hermanos. O tal vez amigos inmortalizando un encuentro. Imagino un antes de
palabras y gestos y un después de cierta incomodidad hasta la llegada del
primer café o mate.
Con el retrato entre mis
dedos deambulé hasta una plaza sentándome en un banco. Los paseadores de perros
intercambiaban anécdotas mientras los animales tironeaban de las correas
impacientes. De golpe me sentí muy triste por perfectos desconocidos. Escuché el trueno de un avión cobrando
altura. Me encanta mirar al cielo y más aún, ver aviones despegando. Las
terminales me incomodan por eso me gustan. Los hospitales también lo son.
Arribos y partidas de almas. Creo que visité demasiadas últimamente.
Los miré una vez más con
reproche. ¿Por qué elegirme? Me pasa también con los perros callejeros, no
importa la multitud vienen derecho a mí siguiéndome hasta doblegar mi voluntad.
Jamás pude permanecer indiferente.
Suavemente los deposité en
el banco mientras comenzaba la lluvia. Una gota en los labios de ella, otra en
los ojos de él. Me despedí en silencio. Quizás era su forma de viajar. Cerré mi
gastada campera negra, corrí hasta la parada del colectivo y lo alcancé justo
cuando arrancaba no sin antes luchar con el paraguas de una señora que apuntaba
a mi rostro. En el interior, extraños cansados y aburridos, se acunaban con el
compás del limpiaparabrisas y la visión de vidrios empañados.