Llegué del trabajo abatido, con fuerzas
apenas para introducir las llaves. Al
entrar, me tomaron desprevenido.
La habitación se encontraba llena de
lágrimas. Hacían mucho ruido realmente. No paraban de agitarse tratando de
contar sus historias, todas al mismo
tiempo.
Con cuidado de no pisarlas me deslicé en zig
– zag moviendo mis manos de arriba abajo en un
vano intento de calmarlas.
Aturdido y cansado me dejé caer en un sillón
y todas ellas rodaron hasta mí para explicarse.
Hablaban de ausencia, desamor, caricias olvidadas, palabras amargas y “te
quieros” oxidados.
¡Ya no estás aquí, no te importa! Bramaban a coro y al hacerlo, todas se
elevaron unos centímetros del piso.
El televisor encendido pero sin sonido. La
computadora mostraba una carita feliz en
una foto de perfil. Hacía ruiditos de notificación. ¿Has muerto ya? Si es así,
no dejes de etiquetarnos.
El polvo
bailaba sobre rayos de luz. Las lágrimas no cesaban el parloteo. Pensando en portazos y valijas en un taxi, la vi de
cuclillas en un rincón como nena en
penitencia. Estaba desnuda de cara a la pared y me extrañé pensando en que
hacía garabatos.
Pero no, en medio de espasmos de sal que
corrían a reunirse con sus compañeras, escribía en ángulos curiosos. Desde mi
posición alcancé a distinguir algunas palabras. “Te quise”, “Mi vida por nada”
y en el suelo junto al zócalo: “Me lo juraste”.
Puse mi rostro entre las manos y me abandoné
al llanto. Le debía una respuesta.
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