Aterrizó malamente sobre su hombro derecho en la
calle sucia casi al borde del cordón, frontera del río verde y maloliente de
toda calle ciudadana. Se materializó sin que nadie se percate pues poco importa
el otro. Sólo miran por el rabillo preparando la huida si la situación viene de
asalto piraña o arrebato.
Estaba vestido con una remera verde manchada de
grasa y sin mangas, con pantalones de combate camuflados y sandalias
franciscanas. Las uñas de los pies largas y mugrientas, alas amarillentas y
arratonadas, lejos del nácar primigenio, como guardadas en un altillo
polvoriento durante años.
Tomándose el prominente abdomen comenzó su marcha a
los tumbos insultando a los peatones apurados que lo llevaban por delante. Su
cara era regordeta y sudorosa, la barba desprolija, las manos grandes con dedos
sucios bamboleándose a los lados mientras miraba al piso como si hubiese
olvidado algo. Emitió un sonoro eructo
justo cuando divisó el bar con alternadoras, toda una institución en la cuadra.
Entró pateando la puerta pero a nadie pareció
molestarle. Personajes de toda calaña se repartían en el interior. Motoqueros
en la mesa de pool, solitarios en los
reservados contando las monedas para ver si llegaban al menos a una
mamada y los parásitos de siempre copa en mano, esos que aparecen de la nada,
existen en una determinada fracción de tiempo ocupando un taburete, acodados a
la barra.
El ángel movió sus dedos en el interior del pantalón
rotoso para materializar dinero. Hizo una mueca chistosa. “Puedo obtener lo que
quiera, pero no puedo evitar que se me caiga el pelo o que al menos, siga
siendo rubio”. Ciertamente, su calvicie iba ganado la batalla allí dónde alguna
vez ocuparon su espacio rulos celestiales.
Al principio se divertía con esa magia. Hacía
aparecer poderosos autos de lujo de la nada, vestía las mejores ropas y paseaba
mujeres espectaculares por los mejores lugares del mundo. Luego fue perdiendo
gracia. Ya no era divertido, la eternidad es una vieja arpía y aburrida que
todo lo arruina. El peso del tiempo lo abatió y simplemente, se dejó estar.
No había arcos ni flechas, aclarar esa tontería lo
sacaba de quicio pues muchos lo confundían con cupido, ese idiota relamido
insoportablemente insípido.
Él era un ángel. En sus buenos tiempos protegía a
las personas desplegando sus alas cubriéndolos con ellas. Ahora simplemente apoyaba su dedo
sucio en los cuerpos y como había perdido
efectividad por el alcohol o la
grasa o ambos, tenía que hacerlo cada vez más fuerte para que funcione. Como
esos cajeros automáticos de pantallas pringosas que te vuelven loco cuando
tratas de operarlos. Nunca los limpian y la gente poco y nada se lava las
manos.
Era divertido verlos caer luego de un toque aunque
se suponía que ello no debía ocurrir. Pero bueno, magia y sutileza eran
hermanas perdidas en la bruma de los tiempos.
Miraba divertido los billetes arrugados que salían
como conejos de la galera cuando sintió la mano apretando su entrepierna.
“Bueno, allá vamos”.
La miro con sorna de arriba abajo. Era una puta
vieja, pintada como una pared para disimular sin éxito las arrugas. Ni hablar
de la papada o sus muslos gordos apretados a la salida de una minifalda
ridícula para sus años.
Estaba muy ajada y corrida. Eran precisamente, las
que más le gustaban.
Ella comenzó con esa odiosa costumbre de frotarle el
lóbulo de la oreja mientras lo llamaba “papi” o “papito”.
- ¿Me vas a pagar unos tragos papi? Después nos
vamos a la pieza pero si no consumís, la voy a pasar mal.-
No le dijo nada, le apretó un pecho sintiendo el
rechazo automático que deja paso a la resignación. Después de tantos años o a
causa de ellos, mantiene el reflejo pensó, no lo tiene dominado.
Le hizo un gesto al cabeza de tarro que atendía las
bebidas, depositó los billetes y se la llevó al reservado.
Ella seguía la rutina de preguntas absurdas mientras
él la manoseaba. El parloteo era estática en su cabeza. No tenía recuerdos. El
pasado y el presente eran parpadeos en los que ora estaba, ora no.
Nunca conoció a Dios, sólo a otros como él. Las
órdenes le llegaban como un rumor de
oficina. “anda para allá”, “cuida a fulano por acá”, cosas por el estilo.
Pero el supremo nunca se dignó brindarle una palabra
de aliento, una palmada en el hombro, un poco de afecto. Era irónico si uno lo
pensaba con detenimiento. Un huérfano cuidando a unos pobres mortales de aquello
que igualmente iba a ocurrir.
La queja de la mujer lo sacó de sus cavilaciones.
¿No te gusto, bebé? ¿Querés que venga otra?
Vio la súplica en sus ojos, ese “que venga otra”,
era la admisión de una definitiva derrota y una segura paliza de su proxeneta.
Le sonrió mientras le agarraba las tetas con ambas
manos. Luego puso su cara en medio de ellas haciendo ruido de pedorretas. Ambos
rieron levantándose al unísono. La agarró por el culo elevándola aún más de sus
tacos aguja. Lo cabeceó al patovica en gesto de ¿Dónde? Recibiendo otra cabeza
ladeada hacia las escaleras. “Toca primer piso, mejor”. Levantó el pulgar mientras marchaba con ella apoyados el uno al
otro, bastante borrachos.
En la calle, frente al tugurio, un tonto enamorado
le obsequiaba una caja de bombones a una morocha despampanante que fingiendo
alegría le regaló un beso en la mejilla y un abrazo mientras examinaba con
detalle a un maduro caballero que descendía de una máquina de alta gama. Luego
hizo un mohín y ¡casualmente! Se fue en la dirección del que adivinó empresario
o algo parecido.
El bobo se quedó extasiado mientras tomaba el
celular para fanfarronear con sus amigos. En eso estaba cuando lo sobresaltó el
estallido de una botella de whisky ordinario que le arrojaron desde la ventana
de un primer piso lúgubremente iluminado.
De fondo se escuchaban sonoras carcajadas. Planeando suavemente desde
las alturas caía algo parecido a una pluma de gallina vieja.
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