lunes, 21 de septiembre de 2015

CAMINAR POR AIRE

Bajé lentamente los peldaños de la vieja escalera que conecta mi vieja casona con la acera. La bruma no dejaba ver más allá de las narices. Vi el reflejo del agua sobre los adoquines reciclados del pasado ante el deterioro generalizado del futuro.  Hice a un lado mi cabeza justo a tiempo cuando por el rabillo del ojo alcancé a divisar la escafandra de uso habitual para respirar en el microcentro. Era un estudiante de intercambio seguramente pues la suya era importada, con cientos de accesorios digitales y medidores de todo tipo de gases y emisores. Su lujo incluye acceso a mapas, información on line y detector de presencia y sensores varios. El pasarme tan cerca fue simplemente un acto de soberbia. Una vana manifestación de superioridad.
Podía verme perfectamente en su pantalla digital accediendo al instante a la información de mi vestimenta. Los argentos usábamos mayormente “las peceras”. Las escafandras elementales y bastante inútiles que repartía el gobierno a quienes ganaban un salario por debajo del mínimo es decir, la mayoría. También las usaban  los chicos de educación primaria y por supuesto, los jubilados.
Estas esferas pesadas e incómodas, a duras penas brindaban oxígeno y se empañaban con frecuencia. Era normal el choque con otros peatones remedando patéticas escenas del cine mudo. Para conseguir algo de calidad había que recurrir invariablemente al mercado negro de las cuevas del microcentro, los reducidores de la calle Libertad o bien arriesgarse hasta   la triple frontera para traer las importadas de segunda mano como las del zanguango que casi me lleva puesto.
El riesgo de las usadas era el de contraer alguna enfermedad letal pues nadie se tomaba el trabajo de descontaminarlas. Lógicamente, la mayoría eran robadas en las mismas calles a los incautos que no terminaban de comprender el nuevo estado de las cosas.
Decidí tomar el subte. Con esta atmósfera tan pesada no cuenta la diferencia. Caminé hasta Catedral para tomar la línea “D” rumbo a Palermo. Algo en mí, reclamaba pasear por los lagos tapados de algas, especialmente en el sector frente al viejo Museo Sívori.
Resultó duro el descenso, mi maldito cacharro empañado y el humo denso cubriendo todo el túnel hasta el andén, dificultaban la tarea. Parado en la columna estaba el negro Still tocando blues. Un delirante con sonda nasal pues no tenía para más, que tocaba y cantaba blues del Mississippi tosiendo por la picazón del caldo contaminante. Los ordinarios parlantes externos  transmitían un sonido metálico y chirriante, semejante a las viejas grabaciones cilíndricas del principio de los tiempos.
Al llegar el gusano metálico, la horda chocó como en las batallas medievales contra los que pugnaban por descender. El ruido de los cascos y los rebotes nos asemejaban a robots torpes girando sin sentido, dando topetazos una y otra vez.
Cuando al fin la lata de sardinas se acomodó, las manos cuidaban bolsillos y los hilófonos, el nuevo chiche tecnológico que reemplazó a los viejos celulares.
Era una versión ultra delgada de una fibra transmisora – receptora de datos, para hablar, ver videos, conectarse a la red, obtener geo localizaciones y fundamentalmente convertirse en un zombi. Las habilidades sociales sucumbieron ante la contaminación, el índice UV, los grupos que atacaban en modo piraña y los sicarios extranjeros que con demasiada frecuencia, eliminaban su objetivo y unos cuantos inocentes que se atravesaban en el medio de sus balas láser.
El hilófono remedaba al viejo hilo que unía vasitos de yogur, pero digital. Sólo que “el vasito de yogurt” era un gigantesco y legendario servidor ubicado a kilómetros de profundidad para conectar todos los hilos. Uno podía, agregando pequeños accesorios, escuchar música, realizar y recibir llamadas, enchufarse a tomas públicas para abonar el transporte o pagar sus cuentas, cobrar el magro salario o conectarlos a plastibooks, las flexibles computadoras personales con medidas similares a las de una antigua hoja A4. Por allí pasaba todo. 
Al salir a la superficie, mi cacharro se acordó de alguna vieja programación y me puso en los ojos el gráfico de Puente Pacífico justo cuando me disponía a cruzar la Avenida Santa Fe para tomar Godoy Cruz, pasar por las ruinas del Quartier Demaría y llegar hasta la Avenida del Libertador y al lago. Sólo un milagro me salvó de ser atropellado por un aerobondi atrasado con humanoide furioso tras los mandos virtuales.
Sé que es ridículo pero quería visitar a mi viejo amigo, el pato pequinés al que le faltaba toda la base de su pata. (Soy un bruto que desconoce cómo son realmente estos bichos y sus extremidades) para mí, siempre fue “patupalo”. El cascarrabias que venía a pedirme pan o lo que fuera junto a cientos de los suyos. En la actualidad no quedaban tantos. El agua contaminada y la gente hambrienta cazándolos, los colocaban al borde de la extinción.
Me senté en el borde del lago quitándome la escafandra. El aire denso me quemó la garganta. Era muy difícil respirar. Restos de animales flotaban entre la basura y las algas. Abrí mi bolsa de pan viejo. Lentamente lo despedacé esperando tener suerte esta vez. No siempre lo encontraba y en cada visita pensaba que lo habían liquidado.
Concentrado en mí amigo plumífero no me percaté de la presencia femenina. Era más o menos de mi edad, bien arreglada y muy bonita. No hay nada en el universo como una mujer en su bella madurez.
Tenía algo que me resultaba familiar entre sus manos. Cada tanto, rociaba el aire con un spray. Era un acondicionador y purificador ambiental para brindar unos minutos de aire puro.
Me acerqué lentamente para no asustarla. Ella ni se inmutó. Seguía observando lo que por fin veía con claridad. Era la tapa de un disco de vinilo. Una verdadera reliquia. El disco era de Crucis, un grupo de rock sinfónico argentino. El arte de esa tapa era de Juan Orestes Gatti  un grande de aquellos tiempos.
-La bandita que se junta a quemarse en el Sívori lo sacó de allí- me dijo. -Anoche hicieron una fogata con muchas de estas tapas, alcancé a ver la del flaco, la de Artaud, aquella de forma irregular, ¿la conoces?-
Sonreía mientras caían lágrimas por su mejilla
-Yo era fana del flaco – le respondí. – Seguro que las sacaron de algún depósito o quedaron olvidadas después de la toma y los linchamientos populares. Yo vine a la muestra de Gatti en el 2013 a verlas-
Ella se iluminó y me pasó la mano por el hombro apretándome fuerte, como buscando calor.
-Ý en cuanto a esa que tenés en la mano, fui a la presentación en el Teatro Coliseo-
-¡Yo también ¡ gritó dando palmaditas- ¡No te puedo creer- y me abrazó más fuerte aún.
En ese momento escuchamos un ruido. Ella se levantó abriendo los brazos.
-¡Viniste! – le dijo a un viejo y raro pato pequinés al que le faltaba la parte inferior de su pata.
Luego, todo fue risas, frases infantiles,  pan y migajas esparcidas en una brisa densa y calurosa. A lo lejos, otro pato picoteaba la tapa de Billy Bond y la Pesada.
Al caer la noche prendimos las luces de nuestras esferas y me invitó a su casa.
Los quemados entraban y salían del Museo. Uno muy sacado arrastraba un viejo bote de alquiler por el cemento mientras insultaba por lo lento de la marcha. En las torres de la avenida, la gente creía sentirse segura.
Rogué al cielo mientras tomaba su mano, no quería perderla.
Por fin encontré, algo puro para respirar

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