Bajé lentamente los peldaños de la vieja escalera
que conecta mi vieja casona con la acera. La bruma no dejaba ver más allá de
las narices. Vi el reflejo del agua sobre los adoquines reciclados del pasado ante
el deterioro generalizado del futuro.
Hice a un lado mi cabeza justo a tiempo cuando por el rabillo del ojo
alcancé a divisar la escafandra de uso habitual para respirar en el microcentro.
Era un estudiante de intercambio seguramente pues la suya era importada, con
cientos de accesorios digitales y medidores de todo tipo de gases y emisores. Su
lujo incluye acceso a mapas, información on line y detector de presencia y
sensores varios. El pasarme tan cerca fue simplemente un acto de soberbia. Una
vana manifestación de superioridad.
Podía verme perfectamente en su pantalla digital
accediendo al instante a la información de mi vestimenta. Los argentos usábamos
mayormente “las peceras”. Las escafandras elementales y bastante inútiles que
repartía el gobierno a quienes ganaban un salario por debajo del mínimo es
decir, la mayoría. También las usaban los
chicos de educación primaria y por supuesto, los jubilados.
Estas esferas pesadas e incómodas, a duras penas
brindaban oxígeno y se empañaban con frecuencia. Era normal el choque con otros
peatones remedando patéticas escenas del cine mudo. Para conseguir algo de calidad
había que recurrir invariablemente al mercado negro de las cuevas del microcentro,
los reducidores de la calle Libertad o bien arriesgarse hasta la triple frontera para traer las importadas
de segunda mano como las del zanguango que casi me lleva puesto.
El riesgo de las usadas era el de contraer alguna
enfermedad letal pues nadie se tomaba el trabajo de descontaminarlas.
Lógicamente, la mayoría eran robadas en las mismas calles a los incautos que no
terminaban de comprender el nuevo estado de las cosas.
Decidí tomar el subte. Con esta atmósfera tan pesada
no cuenta la diferencia. Caminé hasta Catedral para tomar la línea “D” rumbo a
Palermo. Algo en mí, reclamaba pasear por los lagos tapados de algas,
especialmente en el sector frente al viejo Museo Sívori.
Resultó duro el descenso, mi maldito cacharro
empañado y el humo denso cubriendo todo el túnel hasta el andén, dificultaban
la tarea. Parado en la columna estaba el negro Still tocando blues. Un
delirante con sonda nasal pues no tenía para más, que tocaba y cantaba blues
del Mississippi tosiendo por la picazón del caldo contaminante. Los ordinarios
parlantes externos transmitían un sonido
metálico y chirriante, semejante a las viejas grabaciones cilíndricas del
principio de los tiempos.
Al llegar el gusano metálico, la horda chocó como en
las batallas medievales contra los que pugnaban por descender. El ruido de los
cascos y los rebotes nos asemejaban a robots torpes girando sin sentido, dando
topetazos una y otra vez.
Cuando al fin la lata de sardinas se acomodó, las
manos cuidaban bolsillos y los hilófonos, el nuevo chiche tecnológico que
reemplazó a los viejos celulares.
Era una versión ultra delgada de una fibra transmisora
– receptora de datos, para hablar, ver videos, conectarse a la red, obtener geo
localizaciones y fundamentalmente convertirse en un zombi. Las habilidades
sociales sucumbieron ante la contaminación, el índice UV, los grupos que
atacaban en modo piraña y los sicarios extranjeros que con demasiada
frecuencia, eliminaban su objetivo y unos cuantos inocentes que se atravesaban
en el medio de sus balas láser.
El hilófono remedaba al viejo hilo que unía vasitos
de yogur, pero digital. Sólo que “el vasito de yogurt” era un gigantesco y
legendario servidor ubicado a kilómetros de profundidad para conectar todos los
hilos. Uno podía, agregando pequeños accesorios, escuchar música, realizar y
recibir llamadas, enchufarse a tomas públicas para abonar el transporte o pagar
sus cuentas, cobrar el magro salario o conectarlos a plastibooks, las flexibles
computadoras personales con medidas similares a las de una antigua hoja A4. Por
allí pasaba todo.
Al salir a la superficie, mi cacharro se acordó de
alguna vieja programación y me puso en los ojos el gráfico de Puente Pacífico justo
cuando me disponía a cruzar la Avenida Santa Fe para tomar Godoy Cruz, pasar
por las ruinas del Quartier Demaría y llegar hasta la Avenida del Libertador y
al lago. Sólo un milagro me salvó de ser atropellado por un aerobondi atrasado
con humanoide furioso tras los mandos virtuales.
Sé que es ridículo pero quería visitar a mi viejo
amigo, el pato pequinés al que le faltaba toda la base de su pata. (Soy un
bruto que desconoce cómo son realmente estos bichos y sus extremidades) para
mí, siempre fue “patupalo”. El cascarrabias que venía a pedirme pan o lo que
fuera junto a cientos de los suyos. En la actualidad no quedaban tantos. El
agua contaminada y la gente hambrienta cazándolos, los colocaban al borde de la
extinción.
Me senté en el borde del lago quitándome la
escafandra. El aire denso me quemó la garganta. Era muy difícil respirar.
Restos de animales flotaban entre la basura y las algas. Abrí mi bolsa de pan
viejo. Lentamente lo despedacé esperando tener suerte esta vez. No siempre lo
encontraba y en cada visita pensaba que lo habían liquidado.
Concentrado en mí amigo plumífero no me percaté de
la presencia femenina. Era más o menos de mi edad, bien arreglada y muy bonita.
No hay nada en el universo como una mujer en su bella madurez.
Tenía algo que me resultaba familiar entre sus
manos. Cada tanto, rociaba el aire con un spray. Era un acondicionador y
purificador ambiental para brindar unos minutos de aire puro.
Me acerqué lentamente para no asustarla. Ella ni se
inmutó. Seguía observando lo que por fin veía con claridad. Era la tapa de un
disco de vinilo. Una verdadera reliquia. El disco era de Crucis, un grupo de
rock sinfónico argentino. El arte de esa tapa era de Juan Orestes Gatti un grande de aquellos tiempos.
-La bandita que se junta a quemarse en el Sívori lo
sacó de allí- me dijo. -Anoche hicieron una fogata con muchas de estas tapas,
alcancé a ver la del flaco, la de Artaud, aquella de forma irregular, ¿la conoces?-
Sonreía mientras caían lágrimas por su mejilla
-Yo era fana del flaco – le respondí. – Seguro que
las sacaron de algún depósito o quedaron olvidadas después de la toma y los
linchamientos populares. Yo vine a la muestra de Gatti en el 2013 a verlas-
Ella se iluminó y me pasó la mano por el hombro
apretándome fuerte, como buscando calor.
-Ý en cuanto a esa que tenés en la mano, fui a la
presentación en el Teatro Coliseo-
-¡Yo también ¡ gritó dando palmaditas- ¡No te puedo
creer- y me abrazó más fuerte aún.
En ese momento escuchamos un ruido. Ella se levantó
abriendo los brazos.
-¡Viniste! – le dijo a un viejo y raro pato pequinés
al que le faltaba la parte inferior de su pata.
Luego, todo fue risas, frases infantiles, pan y migajas esparcidas en una brisa densa y
calurosa. A lo lejos, otro pato picoteaba la tapa de Billy Bond y la Pesada.
Al caer la noche prendimos las luces de nuestras
esferas y me invitó a su casa.
Los quemados entraban y salían del Museo. Uno muy
sacado arrastraba un viejo bote de alquiler por el cemento mientras insultaba
por lo lento de la marcha. En las torres de la avenida, la gente creía sentirse
segura.
Rogué al cielo mientras tomaba su mano, no quería perderla.
Por fin encontré, algo puro para respirarRogué al cielo mientras tomaba su mano, no quería perderla.
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