Caminé por el barrio como
siempre. Mirando sin ver, adivinando gestos de las personas que subían y
bajaban como hormigas de los colectivos
provenientes del conurbano. Me dirigí al
cantero central allí donde los libreros tienen sus quioscos repletos de ejemplares usados envueltos en
celofán sucio por el polvo de la calle y el manoseo cotidiano. Agitando los
dedos como mago de cuarta comencé a repasar las hileras en ese gesto automático
común a todos los maníacos y coleccionistas.
Sentí en el aire su dolor. Por
eso me di vuelta justo yo, ermitaño vitalicio
e incómodo consuetudinario ante la charla banal y las convenciones
sociales.
Lloraba desconsoladamente. Tenía
el pelo largo de un delicioso color caramelo, rostro de mujer joven y una mirada de
profunda desilusión mientras mordía hasta poner blancos, unos labios delgados y sensuales que ya
añoraban besos del pasado.
Estaba sola en el viejo banco de
piedra sobreviviente del vandalismo callejero y artistas del grafiti. Movía la
cabeza hacia un costado como intentando sacudir la bronca y el despecho. Ese gesto tan particular de mujeres en
lágrimas. Con sus dedos acomodaba mechones de pelo adheridos a sus mejillas manchadas
de sal. Apretaba un pañuelo chiquito como sus manos ¿Por qué las mujeres
siempre usan pañuelos diminutos? Misterio que jamás resolveré.
La incomodidad comenzó a ganarme
pues no me gusta sentirme obligado ante la supuesta convención
de “hacer algo”. No hay comedido
que salga bien dice el refrán. ¿Y si me insulta o me dice alguna barbaridad
tipo: “Salí de acá viejo baboso”? Faltaría ligarme una paliza o ir preso habida
cuenta de la realidad imperante.
Intenté concentrarme en los
libros. Fijé la mirada en cada uno de ellos. Huuum, no… lo tengo, lo tengo, no me gusta, está
caro, muy roto, un plomazo, a ver,
sigamos.
Pero fue imposible. Giré mi
cabeza y la vi cada vez más encogida, abrazándose a la altura del abdomen como
si intentara evitar el estallido. Ahora
apretaba los dientes y todo era un rictus.
Me sentí tan tonto y fuera de
lugar que mi enojo fue creciendo. Hombre grande ya y tantas vueltas al
asunto. Siempre me costó una enormidad
hablarle a una mujer y eso que todas dicen que tengo buena oratoria y una voz
“de aquellas”. Cuando atiendo el
teléfono más de una desliza un suspiro.
Cuando me ven en persona se transforma en resoplo pero bueno, a estas alturas,
vida hecha, hijos y trapisondas varias, ya no importa.
Tomé aire, fijé rumbo a mi
izquierda mirando de reojo por si las
moscas y me acerqué.
No se percató de mi presencia o
directamente me ignoró circunstancia que hizo enrojecer mis cachetes. Siempre
me pongo colorado cuando me sacan de mi lugar de comodidad. Permanecí parado e
indeciso y atiné en un gesto rígido a extender mi brazo con un pañuelo entre mis
dedos a la vez que lo agitaba cerca de sus ojos. Fui tan patético y rígido que
por un momento temí que cambiara el llanto por una sonora carcajada pero no, lo
tomó en silencio sin mirarme.
No transpiraba tanto desde el día
que le hablé a mi esposa para ponernos de novios. Preguntándome quién me mando
a meterme en este asunto retorné sobre mis pasos hasta llegar a las cajas
puestas sobre caballetes en la vereda fingiendo naturalidad, rojo como un
tomate, murmurando imprecaciones por lo bajo sobre mi inteligencia y sintiéndome
viejo y cansado. Pensé en tantas noches vacías mirando a un vaso, colgado de la
nada al calor de la luz de un viejo tv de 20 pulgadas gritando tu nombre en medio del ahogo insoportable, del
vacío sin remedio, en las memorias del ya fue.
Divagaba pensando en una
imposible huida decorosa, cuando un pañuelo arrugado se agitó ante mi nariz en una réplica burlona de mi gesto
anterior.
Sus ojos almendrados todavía
húmedos pero pícaros, elevaron mis pies varios centímetros del suelo. Era realmente
hermosa. Quién la hiciera sufrir merecía pasar la vida encadenado a una de las
tantas mujeres veneno. Esas que succionan tu billetera y virilidad mientras
te dejan viviendo en una casa precaria
en los suburbios preguntándote que fue lo que pasó.
Herir a esa criatura era una
afrenta a los dioses.
Guardé el pedazo de tela en mi
bolsillo balbuceando alguna sílaba y me interrumpió con un beso en la mejilla y
un “gracias” susurrado. Tomó mis manos suavemente, las sacudió de arriba abajo
como si fuéramos chicos jugando en el patio de la escuela, las depositó con
igual cuidado a ambos lados de mi cuerpo haciendo un mohín y se alejó mientras
acomodaba su cartera.
El dueño del puesto me chistó como
a un perro para que me acercara.
- Le dejó un ejemplar pago - me dijo, mientras me lo entregaba.
Era un viejo tomo de relatos breves que he perseguido por años en
cada cueva de Buenos Aires. El predilecto de mi compañera de toda la vida. Me
dormía escuchándola leer en voz baja mientras me acurrucaba a su lado
sintiéndome seguro y protegido. Lo quería porque la quiero, porque no sé vivir
sin ella, porque estoy perdido y encontrar esas palabras era encontrarla, abrazar
su cuerpo haciendo planes para vencer a la muerte. Esa tramposa de negro que me la arrebató en un
imperdonable descuido de mi parte.
Desconcertado, tomé el colectivo
viajando mal y apretado como siempre. Una mujer mayor me miraba insistente y se
reía sin disimulo. Pasé como pude una mano en mi mejilla. En mis yemas tenía
rastros de labial con aroma a frutilla. Mi cara ardía otra vez. La señora pícara,
no estaba dispuesta a ahorrarme el mal trago. Creo que hasta me guiño un ojo.
Paré en el viejo bodegón cerca de
mi casa en la zona sur de la ciudad. Sentado en el taburete con las piernas en
el aire, miré el fondo del vaso. Pensé
en ella en un futuro no muy lejano. Su belleza enriquecida por la madurez.
Sentada en una casa cómoda en un barrio elegante, escuchando a sus hijos gritar
y pelearse y reír. Esperando a un hombre
que realmente la merecía y la hacía feliz.
¿Se acordará de mí de tanto en tanto? Quizás
prefiera olvidarlo. Tal vez le avergüence el recuerdo de un hombre regordete y
pelado, muy lejos de la figura del caballero romántico presto al socorro de una
damisela. Como sea, en devolución ha hecho dulces mis recuerdos tristes, Dios la
bendiga.
Del otro lado de la línea del tiempo, una
señora serenamente bella disfrutaba de su vida sentada cómodamente en el hermoso
sofá del imponente living de un chalet residencial. Sus hijos jugaban, hablaban a los gritos y alborotaban la casa corriendo de aquí para
allá. De cuando en cuando se escuchaba
el consabido “Maaaaa…” seguido de alguna queja
de su hija ya señorita, ante las bromas
de sus hermanos menores.
En un breve lapso de melancolía,
pensó en la desmesura de la juventud. En aquel día en que su mundo pareció
derrumbarse sentada en un banco en la calle, llorando a mares por un sujeto
ordinario enfundado en un traje caro.
Y en aquel señor mayor de cara
enojada que intentó ser gentil sin lograrlo pero que al menos, eligió no ser indiferente,
no dejarla sola. Si tan solo supiera aquel hombre cuanto valor tuvo su gesto,
cuanto la ayudó a seguir y ser feliz.
Ojalá que al menos el libro fuese de su agrado. Era el preferido de mamá.
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