lunes, 21 de septiembre de 2015

UNA MUJER EN LÁGRIMAS

Caminé por el barrio como siempre. Mirando sin ver, adivinando gestos de las personas que subían y bajaban como hormigas  de los colectivos provenientes del conurbano.  Me dirigí al cantero central allí donde los libreros tienen sus quioscos  repletos de ejemplares usados envueltos en celofán sucio por el polvo de la calle y el manoseo cotidiano. Agitando los dedos como mago de cuarta comencé a repasar las hileras en ese gesto automático común a todos los maníacos y coleccionistas.
Sentí en el aire su dolor. Por eso me di vuelta justo yo, ermitaño vitalicio  e incómodo consuetudinario ante la charla banal y las convenciones sociales.
Lloraba desconsoladamente. Tenía el pelo largo de un delicioso color caramelo, rostro de mujer joven y una  mirada de  profunda desilusión mientras mordía hasta poner blancos,  unos labios delgados y sensuales que ya añoraban besos del pasado.
Estaba sola en el viejo banco de piedra sobreviviente del vandalismo callejero y artistas del grafiti. Movía la cabeza hacia un costado como intentando sacudir la bronca y el despecho.  Ese gesto tan particular de mujeres en lágrimas. Con sus dedos acomodaba mechones de pelo adheridos a sus mejillas manchadas de sal. Apretaba un pañuelo chiquito como sus manos ¿Por qué las mujeres siempre usan pañuelos diminutos? Misterio que jamás resolveré.
La incomodidad comenzó a ganarme pues no me gusta sentirme obligado ante la supuesta  convención  de  “hacer algo”. No hay comedido que salga bien dice el refrán. ¿Y si me insulta o me dice alguna barbaridad tipo: “Salí de acá viejo baboso”? Faltaría ligarme una paliza o ir preso habida cuenta de la realidad imperante.
Intenté concentrarme en los libros. Fijé la mirada en cada uno de ellos. Huuum, no…  lo tengo, lo tengo, no me gusta, está caro,  muy roto, un plomazo, a ver, sigamos.
Pero fue imposible. Giré mi cabeza y la vi cada vez más encogida, abrazándose a la altura del abdomen como si intentara evitar el estallido.  Ahora apretaba los dientes y todo era un rictus.
Me sentí tan tonto y fuera de lugar que mi enojo fue creciendo. Hombre grande ya y tantas vueltas al asunto.  Siempre me costó una enormidad hablarle a una mujer y eso que todas dicen que tengo buena oratoria y una voz “de aquellas”.  Cuando atiendo el teléfono más de una  desliza un suspiro. Cuando me ven en persona se transforma en resoplo pero bueno, a estas alturas, vida hecha, hijos y trapisondas varias, ya no importa.
Tomé aire, fijé rumbo a mi izquierda mirando de reojo  por si las moscas y me acerqué.
No se percató de mi presencia o directamente me ignoró circunstancia que hizo enrojecer mis cachetes. Siempre me pongo colorado cuando me sacan de mi lugar de comodidad. Permanecí parado e indeciso y atiné en un gesto rígido a extender mi brazo con un pañuelo entre mis dedos a la vez que lo agitaba cerca de sus ojos. Fui tan patético y rígido que por un momento temí que cambiara el llanto por una sonora carcajada pero no, lo tomó en silencio sin mirarme.
No transpiraba tanto desde el día que le hablé a mi esposa para ponernos de novios. Preguntándome quién me mando a meterme en este asunto retorné sobre mis pasos hasta llegar a las cajas puestas sobre caballetes en la vereda fingiendo naturalidad, rojo como un tomate, murmurando imprecaciones por lo bajo sobre mi inteligencia y sintiéndome viejo y cansado. Pensé en tantas noches vacías mirando a un vaso, colgado de la nada al calor de la luz de un viejo tv de 20 pulgadas gritando  tu nombre en medio del ahogo insoportable, del vacío sin remedio, en las memorias del ya fue.

Divagaba pensando en una imposible huida decorosa, cuando un pañuelo arrugado se agitó ante mi  nariz en una réplica burlona de mi gesto anterior.
Sus ojos almendrados todavía húmedos pero pícaros, elevaron mis pies varios centímetros del suelo. Era realmente hermosa. Quién la hiciera sufrir   merecía pasar la vida encadenado a una de las tantas mujeres veneno. Esas que succionan tu billetera y virilidad mientras te  dejan viviendo en una casa precaria en los suburbios preguntándote que fue lo que pasó.
Herir a esa criatura era una afrenta a los dioses.
Guardé el pedazo de tela en mi bolsillo balbuceando alguna sílaba y me interrumpió con un beso en la mejilla y un “gracias” susurrado. Tomó mis manos suavemente, las sacudió de arriba abajo como si fuéramos chicos jugando en el patio de la escuela, las depositó con igual cuidado a ambos lados de mi cuerpo haciendo un mohín y se alejó mientras acomodaba su cartera.
El dueño del puesto me chistó como a un perro para que me acercara.
- Le dejó un ejemplar pago -  me dijo, mientras me lo entregaba.
Era un viejo tomo de  relatos breves que he perseguido por años en cada cueva de Buenos Aires. El predilecto de mi compañera de toda la vida. Me dormía escuchándola leer en voz baja mientras me acurrucaba a su lado sintiéndome  seguro y protegido.  Lo quería porque la quiero, porque no sé vivir sin ella, porque estoy perdido y encontrar esas palabras era encontrarla, abrazar su cuerpo haciendo planes para vencer a la muerte. Esa tramposa  de negro que me la arrebató en un imperdonable descuido de mi parte.
Desconcertado, tomé el colectivo viajando mal y apretado como siempre. Una mujer mayor me miraba insistente y se reía sin disimulo. Pasé como pude una mano en mi mejilla. En mis yemas tenía rastros de labial con aroma a frutilla. Mi cara ardía otra vez. La señora pícara, no estaba dispuesta a ahorrarme el mal trago. Creo que hasta me guiño un ojo.
Paré en el viejo bodegón cerca de mi casa en la zona sur de la ciudad. Sentado en el taburete con las piernas en el aire,  miré el fondo del vaso. Pensé en ella en un futuro no muy lejano. Su belleza enriquecida por la madurez. Sentada en una casa cómoda en un barrio elegante, escuchando a sus hijos gritar y pelearse y reír.  Esperando a un hombre que realmente la merecía y la hacía feliz.
 ¿Se acordará de mí de tanto en tanto? Quizás prefiera olvidarlo. Tal vez le avergüence el recuerdo de un hombre regordete y pelado, muy lejos de la figura del caballero romántico presto al socorro de una damisela.  Como sea, en devolución ha  hecho dulces mis recuerdos tristes, Dios la bendiga.
 Del otro lado de la línea del tiempo, una señora serenamente bella disfrutaba de su vida sentada cómodamente en el hermoso sofá del imponente living de un chalet residencial.  Sus hijos jugaban, hablaban a los gritos  y alborotaban la casa corriendo de aquí para allá.  De cuando en cuando se escuchaba el consabido “Maaaaa…” seguido de alguna queja  de su hija ya señorita, ante las bromas  de sus hermanos menores.
En un breve lapso de melancolía, pensó en la desmesura de la juventud. En aquel día en que su mundo pareció derrumbarse sentada en un banco en la calle, llorando a mares por un sujeto ordinario enfundado en un traje caro.
Y en aquel señor mayor de cara enojada que intentó ser gentil sin lograrlo pero que al menos, eligió no ser indiferente, no dejarla sola. Si tan solo supiera aquel hombre cuanto valor tuvo su gesto, cuanto la ayudó a seguir y ser feliz.
Ojalá que al menos el libro  fuese de su agrado. Era el preferido de mamá.

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