Tres pibes en la plaza de Ramos Mejía jugando en lo
que alguna vez tuvo pasto y ahora es tierra mezclada con polvo de ladrillo y
piedritas. Hablan a los gritos, boludean, disfrutan de haberse hecho la rata.
No les importa encontrarse a tres cuadras de la escuela.
¡Ahí viene el director! grita uno y los otros se
cagan de risa. Hay más compañeros pero el trío es el de siempre, el que, para
pasar las horas fuera del colegio sin un mango, no encuentran idea mejor que
subirse al 54 y realizar el recorrido Ramos – Lanús, de punta a punta ida y
vuelta.
Cuando había una moneda era ir a “La Bolsa” o
directamente ocupar “in eternun gloria” una mesa junto a la ventana en el Odeón
II en la esquina de Avenida de Mayo y Rivadavia café con leche con medialunas
mediante, para arreglar al mundo, debatir de música, verle el culo a las minas
al pasar y sentirse listos para afrontar lo que venga desde la inmadurez
adolescente. Son los setenta en la Argentina, el largo del pelo no podía
sobrepasar la altura del cuello de la camisa. Por eso en la foto de mi primer
documento de identidad se nota claramente una especie de “rodete” que aparece
como un alien en mi nuca mientras mi carita de nene mira serio en blanco y
negro a cámara.
Imaginábamos espectáculos con tecnología que
veríamos de grandes. No nos perdíamos un recital de Aquelarre,
veíamos a
Crucis,
Espíritu
y a León,
mientras en los noticieros se
hablaba de secuestros, muertes y fusilamientos. En el quiosco de mi viejo la
revista “Así”, de Héctor Ricardo García, nos mostraba cadáveres en tamaño baño
anticipando lo que haría en los noventa por tevé.
Amenazas de bomba, mucho milico y policía por las
calles, miedo a que la cana nos pele a lo mohicano por pura diversión aunque
eso nunca nos pasó. Volver de los recitales a altas horas de la madrugada
caminado por Corrientes hasta Once para tomar luego el Sarmiento volviendo a
casa. Llevarse materias, pasar raspando, resoplar diciendo ¿cuándo se termina
esto? El gordo director revisando las cabelleras en la entrada del Comercial
Juan B. de La Salle, con el “dedómetro de cuello” decidiendo quién entra y
quién no, por melenudo. De solo recordarlo se me escapa una sonrisa. Si fuera
hoy, al gordo lo clavan en un palo y lo cocinan a fuego lento mientras da
vueltas como en las caricaturas de caníbales.
En Gaona, “For Export” es mi boliche preferido
porque ligué una novia y me puse medio careta. Otros iban a “Crash”. A dos
cuadras de mi casa se levantó por un tiempo una estructura extraña pero
atractiva llamada “Stadium Bailapple”. Duró poco.
La verdad es que no éramos de ese palo. Hablando de
palos, en cuarto y quinto año entramos en ese curro que nunca dio resultado de
repartir tarjetas para Juan de los Palotes, en un vano intento de juntar plata
para ir a Bariloche.
Lo nuestro era el billar, aunque particularmente
siempre fui bastante malo. Después vino
la novedad del pool. En un principio no parecía cosa de machos de hecho,
gracias a él se arrimaron las mujeres y verlas inclinadas apuntando a una
tronera nos predispuso a cambiar de opinión y darle una chance al jueguito.
En la pieza de Oscar ensayábamos los berrinches de
una pretendida banda de rock. Todavía no me explico cómo salimos vivos de
algunos lugares en especial, una noche que con Juan Carlos tocando una flautita
de plástico, mi futuro cuñado en bongó y un servidor maltratando una acústica,
tocamos (es un decir) en un cabarute de Ciudadela. El ángel vigía daba vueltas
en la noche del oeste.
Egresamos en 1975. Tres meses después, la tragedia
se llevó puesto al país definitivamente. Cumplimos los 18 en semejante
escenario.
Pero ahora estamos haciendo jueguito con ¡una pila!
En la plaza frente a la iglesia.
¡Ahí viene el director! Dijo una vez más un
compañero. Esta vez era cierto. No dormí en toda la noche ante la promesa de
expulsión. Mis viejos nunca se enteraron. Al día siguiente en el despacho del
dire, asumí la explicación y el pedido de disculpas ante la autoridad, pero
entre palabra y palabra, se me escapaba involuntaria, una carcajada. La
profesora de Geografía salió a defenderme; “Lo hace de nervioso, siempre es
así”.
Confieso haberme sorprendido. Era la misma a la que
le cantábamos después de torturarla toda la hora, la canción del show de Porky. (Lástima que terminó, el festival de
hoy, pronto volveremos con más diversiones…)
No hubo sanciones. Alguien dijo: “si a este lo dejan
hablar, no lo ahorcan”. Me convencí de que todo era una farsa.
Curioso es recordar tantas tonterías al tiempo de
perderse en la bruma, caras de profesores y apellidos de otros alumnos. Creo
que anduve inconsciente muchos años, perdido en una búsqueda de la nada que
consumió mis días.
No sé si ellos lo recuerdan igual. No tiene
importancia. Me gusta el recuerdo de tres pibes con blazer azul, camisa y
corbata, pelo largo y una ganas enormes de mandar todo a la mierda desde el
vamos.
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