sábado, 13 de enero de 2018

EXTRAÑOS SUEÑOS ERÓTICOS Y SUCESOS VARIOS EN EL PAÍS DE LOS SEMIVIVOS



Comenzó de manera extraña, me vi parado en la barrera de la estación de Ramos Mejía, casi sobra la vía del rápido en sentido a Once, tal y como lo hacía cuando venía desde mi casa en la calle Álvarez Jonte; es decir, desde el lado norte de la ciudad. Me paraba de ese modo, miraba en dirección a Haedo a ver si venía el tren y aún con la barrera baja, o bien subía al andén o cruzaba hacia Rivadavia, según mis intenciones o necesidades.
Sobra la otra vía, también del rápido, pero en sentido a Moreno, algo había sucedido. Supe de una mujer arrollada. Los curiosos llenos de morbo se acumulaban y tuve la visión del incidente, como observando una cámara de seguridad.    
Una señora joven, con poncho gris y gorro de lana, el tren que llega, el impacto inminente y fundido en bruma, pues desvié la mirada.
De allí fui a dar a una habitación hermosa, con las paredes pintadas de un blanco que otorgaba una luminosidad extrema y ventanas del tipo Bow Windows, con vidrios que otorgaban una gran definición del exterior, las ramas de los árboles y los rayos del sol que ingresaban como miles de cometas.
Al lado de la cama, se encontraba un sujeto muy extraño, sentado en una silla mirando hacia otro cuarto, del cual provenían sonidos a un volumen ensordecedor. Él también lo era, no paraba de hablar y gesticular en forma ampulosa. No estaba enojado ni cosa pro el estilo, simplemente, era un personaje exagerado, con saco, chaleco, camisa y corbata, ojos grandes y bien abiertos y pelo rubio pero escaso, peinado con raya al costado con alguna clase de gel que lo aplastaba.
En el otro extremo, parada en dirección a mí, se encontraba una mujer sin cabeza. Quisiera explicarme bien, no era nada parecido a una barata película de terror. Se encontraba inmóvil como mirándome, pese a que no tenía con qué hacerlo. Era de edad madura, cincuenta y tantos a juzgar por sus brazos, manos y piernas, que eran esbeltos, de piel algo bronceada y tenía una pulsera simple pero bonita y un pequeño reloj de oro. Vestía zapatos con una pequeña tira, aunque no eran guillerminas. Por ser hombre, soy incapaz de describir vestimentas femeninas. El calzado era de color negro, igual que unas bermudas que terminaban cerca de sus rodillas.
Vestía una blusa o algo así, estampada. De fondo negro con flores en color claro, muchas, por todo el frente y lo dicho, en el cuello de la misma, terminaba todo, no había cabeza. Parecía un maniquí colocado en mí dirección. Estaba viva, eso lo percibí inmediatamente.
El lugar me daba una tremenda sensación de paz y de alegría, pese a lo extraño de la situación. Sin mediar transición alguna, los personajes desaparecieron y entró ella, cantando y riendo, como si estuviese haciendo las tareas del hogar. Me dijo algo pícaro que no recuerdo, corrí para abrazarla por detrás mientras la besaba y se puso a reír más fuerte mientras me decía, “no, dejáme, que se te hace tarde,” sabiendo que ocurriría exactamente todo lo contrario.
Le saqué la ropa mientras los gritos y las carcajadas aumentaban, y comencé a amarla, como antes, como siempre. La di vuelta, me perdí en la profundidad de sus ojos, mientras sentía su cuerpo joven, su piel, el calor que tomaban sus labios y mejillas, el estremecimiento previo al estallido glorioso.
Todo era luz, sensación de plenitud, de alegría, de reencuentro. Se levantó tapándose con las sábanas y le dije: “no te vayas, quiero seguir” y ella reía otra vez y dijo que eran “las ocho y media” y se suponía que tendría que irme a trabajar. La vi pasar alegre por el lado exterior de la ventana, con mi cuerpo completamente estirado y cruzado sobre la cama. Tanto bienestar, tanta beatitud…
Aún en esa posición, veo nuevamente a la señora sin cabeza. Por detrás se abre una puerta asomándose otra dama que me causó gracia, pues al hacerlo, su rostro entró justo en cuadro, completando a la fémina “de cartón piedra,” como decía una vieja canción. Por un segundo, las dos fueron una.
A sus espaldas, el resplandor era enceguecedor, venía preocupada en busca de la figura de eterna quietud. Su actitud, era recriminatoria.
Reaparece entonces, el hombre sentado y los sonidos ensordecedores, las manos como aspas y la mirada extraviada. Sin prestarle atención, miré hacia el más allá, buscándola. “Pronto”, dijo el viento cósmico casi susurrando.
Y desperté.

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